La inseguridad es una realidad cotidiana, cuya profundidad, gravedad y extensión ameritan acciones urgentes y permanentes de parte de todas las autoridades involucradas en ella, de manera que todos los ciudadanos perciban que se atiende sin descuido alguno. Es, además, un indicador clave de la eficacia del gobierno. Nuestra Constitución -al igual que otras del mundo- reconoce el derecho a la seguridad ciudadana como uno de los derechos humanos a ser garantizado por el Estado para toda la población. Sin embargo, las reseñas de los diversos medios de comunicación hacen ver que tal realidad rebasa la capacidad del Estado, provocando en la ciudadanía una sensación de temor e indefensión ante la acción del hampa, a lo cual se suma la corrupción de los tribunales y cuerpos policiales, acrecentando aún más dicha sensación.
Pero más allá de lo que pueda o no hacer el Estado en dicha materia, se evidencia la fractura creciente del orden social y la profundización de la anomia ciudadana, lo que podría conducirnos a un colapso de la gobernabilidad, similar a la que acontece actualmente en Colombia y México ante el narcotráfico. Es, por consiguiente, la evidencia más extrema de un conflicto con las diversas estructuras que le sirven de sostén al modelo de sociedad vigente, lo que agudizaría la descomposición que pudiera extenderse a los campos social, institucional y político de nuestros países. Es, en definitiva, una desviación social que indica la necesidad de control social o una tendencia hacia el cambio social, por lo cual no puede ser tratada ni entendida de manera conservadora, recurriendo sólo a la represión.
Se requiere, entonces, comprender que el problema de la delincuencia es de tipo estructural. Para ello es fundamental determinar que la exclusión y marginalidad a que se ven sometidos millares de individuos en nuestras naciones son consecuencia directa de un modelo económico explotador que privilegia la riqueza y los placeres derivados de su disfrute, incluyendo en ello el derecho a la justicia, la igualdad y la seguridad personal. Así, la ignorancia y la falta de conciencia producidos por esta exclusión y marginalidad en algunos individuos, aparejadas al hecho de provenir de un hogar con un ambiente conflictivo y carente de amor, armonía, respeto mutuo y comunicación entre quienes lo integran, constituyen -sin duda- un caldo de cultivo para que el problema de la delincuencia se mantenga en el tiempo, pese a la represión sistemática del Estado; encallejonando a jóvenes que deben dirimir el dilema entre morir por nada o vivir por algo.
A ello habría que sumarle la espectacularidad o sensacionalismo con que tratan los diferentes medios de comunicación los hechos delictivos y violentos, convirtiéndose -prácticamente- en sus principales apologistas, de forma tal que éstos terminan siendo el núcleo de sus contenidos y propuestas de consumo y entretenimiento. Pero esto no implica tratar de restringir el flujo informativo (ahora en grados superlativos debido al auge de las telecomunicaciones) sino el empleo o intención de los mismos. Esto se manifiesta, sobre todo, con el tratamiento informativo dado a las guerras, respaldado con imágenes explícitas que nada contribuyen a la exacta comprensión de la noticia divulgada, la cual -generalmente- responde a intereses totalmente ajenos a la intención de informar objetivamente, como se ha demostrado en los casos de las invasiones estadounidenses y europeas a Afganistán, Iraq y, más recientemente, a Libia. Todo esto en conjunto ha terminado por naturalizar la violencia, al igual que lo ha hecho el furor de los videojuegos entre niños y adolescentes, sin percibirse el grave daño que estos pudieran causar a la psiquis de los mismos, lo cual hace que nos presentemos ante un nudo gordiano difícil de desatar.-
*Maestro ambulante.
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