Toca a Venezuela el lauro de celebrar el bicentenario de sus hechos más trascendentales en condiciones de correspondencia con lo que ellos significan. A tal afluencia de gloria sólo era dable honrarla acercándose a su cauce para reanudar el hilo histórico roto y levantar las banderas de Carabobo y Ayacucho frente a los nuevos conquistadores y su cauda de cipayos. Recuperar la Independencia que los libertadores nos legaron y la antipatria destruyó, y darle piso sólido cimentado por un pueblo en proceso creciente de unidad, organización y conciencia, es la tarea grandiosa con que la Revolución Bolivariana ha puesto a andar otra vez, por los mismos caminos de hace doscientos años, unas ideas y una espada construidas en espíritu de victoria y carne de porvenir.
La celebración en grande abrió el ciclo con la impronta del 19 de abril de 1810 y lo cerrará por ahora en este año 11, diamantino el 5 de julio; pero la saeta vuela hacia la evocación de 1830, enlazando en ese curso sucesos estelares y yendo hasta el comienzo del sueño de Bolívar, ahora de nuevo despierto con su pueblo.
Entramos, pues, al bicentenario del 5 de julio de 1811, y dentro de la magna respuesta de gratitud y compromiso a manifestarse (brillará en su honor la creación de la Celac, que es el Congreso Anfictiónico sin la bastardía santanderista) debemos aprovechar para borrar definitivamente un error que se viene arrastrando por generaciones: ¡van ya dos siglos, y todavía buena parte de nuestros compatriotas creen que en esa fecha “se firmó el Acta de la Independencia”! Gran éxito en cierto modo –potenciado por la ligereza mediática– de la célebre pintura de Martín Tovar y Tovar, quien al retratar a los firmantes no imaginó que contribuiría a una distorsión histórica, pequeña tal vez, pero inconveniente dada la trascendencia del acto que quiso plasmar. Nada menos el del nacimiento de la República como ente soberano, hasta el sol de hoy el día más importante de nuestra nacionalidad. La firma del acta, redactada por el diputado Roscio y el secretario Isnardi, fue posterior.
Lo ocurrido entonces condensaba en una sola decisión los reclamos que desde la propia llegada de los conquistadores anunciaron la respuesta de unos seres hechos para la dignidad y la lucha. Entre el siglo XVI y comienzos del XIX, uniendo en rojos relámpagos los nombres de Guaicaipuro, Miguel, Andresote, León, Chirino, Gual, España, Miranda, Rodríguez, Bolívar y muchos miles más, con egregias mujeres que todavía se mantenían a la sombra por fuerza de atávicos prejuicios, con oprimidos de manos esclavas, serviles y semilibres aptos para convertirse a su turno en libertarios, con señores de haciendas y títulos de cacao, con magistrados y coyundas coloniales, con comercios clandestinos y navíos de ilustración, con escuelas y logias por cuyas rendijas inevitables se colaban las ideas que estaban estremeciendo al mundo, con cosecha de espíritus superiores capaces de trascender sus límites de clase, fue constituyéndose la patria venezolana y preparándose para reconocerse a sí misma y hacerse reconocer.
El antecedente inmediato del 5 de julio, como se sabe, fue el 19 de abril, cuando –Bolívar dixit– “nació Colombia”. La Junta Suprema formada por el Cabildo insurgente adquirió autoridad nacional al recabar y obtener la adhesión de seis de las diez provincias que entonces componían la Gobernación y Capitanía General: Cumaná, Barcelona, Margarita, Barinas, Mérida y Trujillo, las cuales crearon sus juntas provinciales y con Caracas completaron las siete estrellas originales flameantes en las banderas. Guayana se sumó inicialmente, pero un contragolpe la retiró: era la octava estrella, que más tarde el Libertador consagró –cuando desde Angostura preparaba la definitiva marcha de victoria– y el presidente Chávez honró en nuestro tiempo. Coro y Maracaibo se negaron a participar y siguieron levantando la bandera de Fernando VII, hasta algunos años después.
La Junta adoptó medidas básicas y convocó a elecciones para conformar el Poder Legislativo. El 2 de marzo de 1811 se instaló el primer Congreso de la Republica que a los pocos meses sería institucionalizada, el cual nominó a Felipe Fermín Paúl para presidirlo; el 5 de marzo dicho Cuerpo constituyente designó, en forma de Triunvirato integrado por Cristóbal Mendoza, Juan Escalona y Baltasar Padrón, al nuevo Poder Ejecutivo; el ¡5 de julio! declaró la Independencia; el 14 del mismo mes enarboló oficialmente el tricolor mirandino como enseña de la patria; el 6 de agosto aprobó la ley primigenia sobre libertad de imprenta, y el 21 de diciembre sancionó la Constitución inicial. ¡Año enmantillado y labor de titanes, para gloria eterna! Aunque la Primera República sólo duró trece meses.
El acuerdo del 5 de julio no fue fácil. Semanas de preparación y debate lo precedieron, y la presión de la Sociedad Patriótica (Miranda, Bolívar, Ribas, Coto Paúl, Espejo, Muñoz Tébar, Vicente Salias y otros radicales), “centro de luces y de todos los intereses revolucionarios”, fue decisiva. El 2 es introducida en el Congreso la moción, la discusión empieza a girar entre aprobarla, diferirla por prematura o negarla. El 3, el futuro Libertador lanza desde la Sociedad Patriótica la famosa arenga, una de las más vibrantes y motivadoras pronunciadas jamás: “Trescientos años de calma, ¿no bastan? (…) Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad suramericana. ¡Vacilar es perdernos!”. El 4, ese cónclave de “cabezas calientes” entrega sus puntos de vista a los diputados. El 5, alrededor de las tres de la tarde, tras aprobación con el solo voto en contra del padre Maya, el a la sazón presidente del organismo legislador, Juan Antonio Rodríguez Domínguez, anuncia: “Queda declarada solemnemente la Independencia absoluta de Venezuela”. Se nos da así el mandato inmortal de defenderla poniendo en ello la vida. Pero la historia nos ha dicho que para coronar el objetivo es necesario ligarlo con la justicia social. Por lo tanto, ¡Patria socialista o muerte! ¡Venceremos!
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