De un motín a otro transcurrieron nueve años. En ambos hubo muertos, de mano de los amotinados. Se los achacaron al gobierno revolucionario. En ambos, el respaldo mediático a los actores de las tomas –de la plaza y la cárcel- fue desproporcionado. Los dos acontecimientos se resolvieron sin las masacres anunciadas por aquellos que ya se veían ante organismos internacionales denunciando al presidente Hugo Chávez “por crímenes de lesa humanidad”, ese ritornelo que no cesa desde entonces.
Plaza Francia, nombre del bello espacio de la urbanización Altamira de Caracas, fue tomada por altos oficiales que venían de ser derrotados en el golpe de estado de abril de 2002. Declararon el lugar “territorio libre”, en violación de la Constitución Nacional y en un acto de provocación. Tuvieron el apoyo de los alcaldes del Este de la ciudad, como lo habían recibido para el golpe del 11-A. La población civil opositora les servía de escudo. Esperaban una acción del gobierno, el derramamiento de sangre (no la de ellos) y, como consecuencia, la intervención extranjera contra Venezuela.
El motín en El Rodeo (I y II) tuvo su propio disparador, pero el aprovechamiento político y mediático (uno por lo otro) de la situación estuvo presente antes, durante y después de los acontecimientos. Lo ocurrido en ese penal sería la chispa para incendiar
todas las cárceles del país. Las Ongs que viven de la sangre ajena salivaban. Partidos de la Cuarta República, responsables de tantas masacres carcelarias, se rasgaban las vestiduras desde la Mud en nombre de los derechos humanos. Diputados atormentados por el exhibicionismo se peleaban a dentelladas el primer plano mediático a costa del dolor ajeno.
Plaza Altamira fue una conspiración a cielo abierto. A veces parecía un cuartel alzado y, otras, un templete o una retreta. Al lado, los tomistas uniformados tenían a la orden un hotel cinco estrellas, el Four Seasons, que fungía de cuartel general. Wikipedia se ocuparía del hecho y reseñaría que “tales acontecimientos fueron ampliamente cubiertos por los medios de comunicación privados venezolanos, que tenían corresponsales permanentes que transmitían todas las declaraciones de los militares sublevados”. Las más modernas plataformas tecnológicas de la comunicación se instalaron en el sitio. Aquello parecía un telemaratón, sólo que con muertos. Allí llegó un loco de nombre Joao de Gouveia disparando a diestra y siniestra. Dijo que un canal de televisión lo enloqueció. El gobierno dejó que el sangriento reality show se desgastara por sí mismo. Un día, los medios se mudaron de Plaza Altamira a la CTV y PDVSA, para cubrir durante dos meses el paro y sabotaje petrolero, con sus partes de guerra vespertinos, día tras día.
La toma y secuestro de El Rodeo no se le quedó atrás a la plaza en cuanto a cobertura mediática. Las declaraciones de los “pranes” (capos o “líderes” de los presos) eran desplegadas por encima de las de los voceros del Estado. Precisamente, porque se buscaba crear la sensación y percepción de que no había Estado ni gobierno. Se exageraba al “informar” sobre números de muertos. Nunca se rectificaba al conocer la cifra exacta. La palabra “masacre” se machacaba diariamente, en hipócrita y perversa combinación con la frase “derechos humanos”. Adentro, en la cárcel, los “pranes” secuestraban a sus propios compañeros; afuera, los “pranes” de la información secuestraban la verdad.
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