Nuestro querido Gustavo ahora puede, con Antonio Machado, volver la vista atrás y ver la senda que nunca ha de volver a pisar. No importa, allí está el camino de un intenso transitar, hecho en una vida que no quiso ni quiere ser modelo de nada ni de nadie. Por eso me cuido –Dios me libre- de calificarla de “una vida ejemplar”. Nada de eso. Una vida sencilla en la concepción martiana, esto es, profunda y sincera como la mano franca del amigo y la rosa blanca del amor.
Ese camino de Gustavo está hecho de su andar en la poesía, la política, la lucha social, la curiosidad, la investigación de nuestra historia profunda, la amistad y la familia, como decir, sus sendas y amores. El poeta es hombre de mar, desde que abrió sus ojos en Punta de Piedra, allá en su isla, o mucho antes, hasta que se aventuró por la mesa de Guanipa y conoció el decir de las estrellas en el cielo de los kariñas, para volver a su contrapunto nocturnal y marino con el azul, frente a las costas de Anzoátegui, por donde vio pasar una tarde la figura gallarda de Alberto Lovera.
Por estos días me entero, así de refilón, que Gustavo Pereira fue merecedor del Premio Internacional de Poesía “Víctor Valera Mora”. Con el poeta, ganamos todos sus amigos. La copa América se quedará pequeña para celebrar, ahora que el vino tinto es un sentimiento que cubre toda la geografía patria. No será la primera vez que la poesía y el deporte se mezclen, en un cáliz o en un libro. Ha sido así desde el gimnasio griego, donde se cultivaba el cuerpo y el espíritu, y desde la epopeya homérica y los pies ligeros del pélida Aquiles. De aquellos tiempos viene la poesía épica; de aquellas edades las primeras olimpiadas. Que los dioses sirvan entonces un vino tinto a Gustavo Pereira.
El galardón es un reconocimiento al quehacer poético y así pone a la par el crear de los poetas con el de los narradores, hace rato reconocido con el prestigioso premio de novela “Rómulo Gallegos”. El epónimo de la distinción es también de los nuestros: el Chino Víctor Valera Mora, el viejo lobo de la nocturnidad luminosa, del coloquio en los callejones, de la ranchera en su ley, del amor huracanado, del amanecer de bala.
Para apelar a la imagen de un amigo común que se llamó Orlando Araujo y era poeta, he sido compañero de viaje de Gustavo Pereira en algunos tramos de su camino vital. Antes, me incluyó en una antología de su autoría de “Jóvenes poetas de Anzoátegui, Sucre y Nueva Esparta”. Años después compartiríamos sueños y luchas en la Asamblea Nacional Constituyente de 1999. Tuve el privilegio de tener en mis manos el borrador que redactó de lo que sería el preámbulo de nuestra Constitución Bolivariana. Nunca se dijo tanto, en forma tan poética y brillante, en tan pocas líneas.
En la poesía de Gustavo nos ilumina la belleza del decir con la reflexión honda y auténtica. La estética no lo sustrae del compromiso existencial, militante como es de la vida en todas sus expresiones. Extrañamos todavía la profunda sencillez –otra vez Martí- de sus añejos artículos periodísticos. Admiramos al investigador y al ensayista, el que se sumergió en las “Historias del Paraíso” y emergió con los papeles reveladores de nuestro “Costado indio”. El poeta de “Oficio de partir”, de “Los cuatro horizontes del cielo” y de todos los somaris.
Hoy vuelvo a cruzar la madrugada con Víctor Valera Mora y amanecemos de bala, como decir felices, con Gustavo Pereira.
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