Ocurre que Carlos Marx descubrió y soportó con basamentos indeleznables, aunque sí negables, el origen de la pobreza, al lado la riqueza material, de los males sociales en general, más allá e inclusive de aquellos a los que se le atribuye causas biofísicas, naturales o “divinas”. El loado Jesús de Nazaret, por ejemplo, siempre entendió, según versiones del Nuevo Testamento religioso, suerte de “historia” antigua y empírica por excelencia, que la pobreza era un asunto de iniquidad humana, de inmisericordia, de actitudes diabólicas sembradas ínsitamente en la mente de los esclavistas de marras.
Más de 160 años negando el carácter socioeconómico de los vaivenes de las llamadas crisis sociales que en no pocas ocasiones se las ha atribuido a “mandatos divinos”[3], en un plano de igualdad interpretativo con las catástrofes estrictamente naturales como las erupciones volcánicas, o la estrepitosa llegada de impactantes meteoritos.
Hoy se presume que muy probablemente muchas desgracias marítimas, pluviales o meteorológicas de toda índole, son perfectamente imputables a la gruesa, larga, polvorienta o morosa factura de las clases dominantes por su condición de propietarios exclusivos de los valiosos medios de producción, como la tierra, para citar el ejemplo más representativo de ellos, particularmente dentro de las condiciones actuales burguesas, un sistema de producción que como ningún otro anterior confronta insaciables necesidades de acumulación de riqueza de capital procedente de fresca plusvalía y, consecuencialmente, de mercados en permanente renovación, expansión y sostenimiento.
Son esas necesidades capitalistas in crescendo las que irrefragablemente les impone el sistema a sus agentes. No se trata en nada de iniquidad subjetiva, por el contrario, el capitalista es la primera y adinerada víctima del sistema que tanto defiende, y no precisamente por asomos de masoquismo o maquiavelismo alguno[4].
No se trata de facturas contables, sino de cargos sufridos como agentes involuntarios de un sistema que mantiene obnubilado y alienado al mundo con la idea de la riqueza fácil, despersonalizada y carente de solidaridad humana. Y conste que esa factura pendiente de cobro es independiente de la que adeudan por concepto de apropiación indebida de la mayor parte de la riqueza material dejada en feraces campos agrícolas, en complejas residencias y en las fábricas y comercios de explotación de los trabajadores a su cargo.
Vayamos al punto: En la reciente entrega de la nueva serie, “Enseñemos”, a la cual esta le sigue inmediatamente, señalamos cómo las ganancias burguesas registradas anualmente por el Estado esconden y aíslan del resto de la sociedad la ganancia acumulada por los explotadores[5]. Una ganancia en la que los ejercicios económicos industriales producen y alimentan vacas gordas, pero, al final se convierten en vacas flacas porque los procesos productivos, si bien son continuos en la práctica laboral, lucen arbitrariamente discretos en los libros de la Contabilidad capitalista.
El caso es que, por ejemplo, cuando un Estado confronta calamidades sociales, como buen Estado burgués, jamás acusan vacas gordas y , por el contrario, se halla siempre en condiciones deficitarias. Esta situación n descubierto fiscal, es que lo obliga a la Contrata del “constitucional” CRÉDITO PÚBLICO INTERNACIONAL, y, efectivamente , cierra sus ejercicios burocráticos con permanentes vacas flacas que debe alimentar a punta de esos créditos púbicos y con cargo a los asalariados, y/o con dádivas de empresarios que terminan arrogándose cualidades filantrópicas que tan caras les resultan fábricas a dentro
Sin embargo, la Constitución prevé disposiciones “bíblicas” , recogidas en el Cap. II, particularmente su Art. 313 de la CRBV, que hasta ahora y por ahora, en los años de vida republicana, jamás hemos visto cumplirse por ningún gobernante, ningún partido político ni ningún burócrata involucrado en manejos fiscales.
marmac@cantv.net[1] Cónfer: La Biblia, Génesis, Cap. 39.
[3] Ver Nota 1 de esta entrega
[4] Carlos Marx, El Capital, Prefacio de la Primera Edición, 1867.