¿Quién es ese extraño y espinoso sujeto que debe ser humillado, apartado y descalificado por todos, para que pueda dormir tranquila la mala e infeliz conciencia colectiva? ¿Puede ser nombrado de alguna forma el que con sus excesos o carencias; desde la concupiscencia extrema de su derroche fáustico; o instalado en el aislamiento más abyecto y renuncia aséptica -igual da-, marca un camino para todos, y por eso mismo debe ser ignorado y ocultado? Aquel que de cuando en cuando reaparece alterando el paisaje del consenso cotidiano; que sin proponérselo señala desde sus prácticas a las subjetividades proliferantes desde el mercado, mostrando que el sí ha encontrado su nombre, su voz y el momento de la decisión. Aquel que nos susurra al oído, como un zancudo molesto al que hay que sacudir y espantar con las manos, quiénes somos realmente. El que actúa sobre el tejido simbólico de la realidad con el mismo efecto disolvente que la sangre de Alien, el magnífico monstruo de Scott. Es decir, ya sabes, la amenaza, el horror, el miedo, aquello que es tan envidiado como temido y deseado, y por ello proscrito. Una idea o un autor; un intelectual puede ser esa cabeza de Medusa, una cierta fuerza de negación que pulverice la poltrona o el cómodo chinchorro de las seguridades, en donde medran los bostezos dogmáticos. ¡Dispárenle al pianista! ¡Hagamos una revolución, pero sin excesos, o sea, salvemos La Modernidad! Gritarán en coro de común acuerdo las derechas y las izquierdas, que “unidas jamás serán vencidas”. Y es que ante la aparición de tan fea criatura, todo vale, porque el enemigo es el pensamiento. Para defenderse, lo real se repliega. Se protege de cualquier efecto desintegrador; vuelve sobre si mismo y rescata sus fundamentos racionales, a fin de salvar su consistencia. Ni trauma ni pérdida. La clausura garantiza el fin de la ansiedad. La necesidad de definir un Otro lacaniano hace del dogmatismo la expresión ideológica del sectarismo. Por eso, el Otro aparece en los radares de sus seguridades. Lo que debe existir para afirmarnos negativamente en la medida que lo combatimos. Lo repelido es un referencial significante desde donde fundarnos. Asqueante, desagradable, grotesco, abominable, odioso, indecente, indeseable, inmundo, sucio, soez, repugnante, espantoso, abyecto, horrido, es lo que define al enemigo sin necesidad de otros argumentos. Lacan identifica lo Real en relación con dos dimensiones adicionales, lo simbólico y lo imaginario. Estas tres constituyen la estructura triádica del Ser. Y en este sentido, la criatura siempre estará allí, como La Cosa, de Carpentier; para que el Ser sea. Transfigurando sus modos y formas de expresión, encarnando el mal, que no es otra cosa que aquello que se niega a ser reducido a Uno y que debe ser perseguido y aniquilado. La zona oscura y de resistencia, el incordio que, como Pepe Grillo, actúa de segunda voz. Lo que nos recoloca de cuando en cuando ante lo indecible, para obligarnos a pensar las cosas que reclaman ser llamadas de otra manera. Aquello que organiza la falta y la carencia, diría Lacan, lo que se niega a sumarse del todo, impulsando siempre desde allí un afuera para una subjetividad otra. El bárbaro que desde su indecencia y falta de buenos modales confronta a los aferrados a rituales legitimadores de creencias. El que se atreve a preguntar: ¿Y si fuera de otro modo? A riesgo de que sea borrado luego de obligado a callar. El que intenta vaciar los significantes para ser “un hueso atascado en la garganta misma del significante”, el insensato e imprudente por decir lo menos. No hace falta repetir sus nombres. Sabemos de mucho Spinoza, varios Marx y cientos de Deleuze que han sido excomulgados y satanizados. Tal Parece ser el vigoroso papel de La Teoría Crítica.

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