La sátira conjetural de Orwell, después de más de 50 años, sigue mostrando ribetes alarmantes indudablemente parecidos a los perfiles políticos de nuestro mundo. En este caso, la mediática, el 4to poder, sustituye al Estado, convirtiéndose en el vocero auténtico de la sociedad idéntica a sí misma, en “la fuente inobjetable”. Es la paradoja lúgubre de un Estado Imperial mediático superpoderoso y corrupto hasta en el lenguaje, en el que incluso la mentira resulta imposible. No por irrelevante sino por totalizante. Y a esa figura llamada ciudadano, no le queda más participación que la ironía y el sentido del humor, ante la asfixiante cumbre del asco exhibido como actualidad. Cuando el diálogo en el discurso político da paso al control de los medios, desaparece el ciudadano y no hay verdaderas prácticas de opinión. El consenso cede sin resistencia su lugar simbólico de expresión a la vox populi, a la voz de la llamada “sociedad civil” legitimada por las prácticas mediáticas. Es bueno anotar ahora que los medios masivos y los partidos tradicionales sólo controlan la opinión que producen, Que a veces, sus contenidos son absorbidos sin consecuencias por el tejido social, o devueltos en forma invertida, y que la información nada controla: «a no ser el precario equilibrio del criterio de realidad».Pero lo cierto es que presenciamos una creciente desafiliación del pueblo de los rituales legitimadores del orden mediático. Esto significa extrañamiento y desconfianza a favor de expresiones arbitrarias y confusas. El desencantamiento weberiano ha tocado la legitimidad del medio y toda relación política con él queda reducida al éxtasis estático. Nadie dentro de sus consumidores clientes cree en los valores que difunden, pero apelan a ellos en el momento crítico. Por eso existe en reducidos sectores sociales reaccionarios una suerte de ofrenda total y de derroche de energía en la dirección de un medio-partido, llámese globovisión, de un aparato que los tele-dirija, ese es el afán del esperpento opositor venezolano que ve en el Imperio las fórmulas políticas de su quehacer, su caja de herramientas, sus prácticas y costumbre, es decir cómo replicar el poder bélico del aparato mediático del imperio.
Cuando los imperativos sistémicos de conservación sustituyen a los mecanismos consensuales, la violencia es el límite: «Surgen entonces mecanismos de integración sistémica, subsistemas especializados que garanticen la legitimación, no ya mediante procesos dialógicos tendientes al consenso, sino mediante sistemas generalizados de manipulación mediática». Así mismo, predican las tesis neoliberales sobre la democracia, que asumen lo político como un territorio del dulce comercio donde el mercado es un bien universal y único árbitro regulador de toda actividad, así como un centro de elaboración de los enunciados válidos para a la acción social.
Esto comporta el desplazamiento de numerosos contingentes humanos que desde ahora vivirán en los márgenes del modelo mediático, pero a la vez el movimiento cada vez más acentuado de la lógica del mercado y el dinero por parte del aparato comunicacional: El incremento de la complejidad sistémica, que también supone racionalización, marcha en sentido del monopolio de la acción social por el mercado, control de la acción social en virtud de medios como el poder político y el dinero, independientemente del diálogo. Esa es su lógica. Con este movimiento se configuran grupos humanos autocomprensivos de su papel como élites, que asumen que son la sociedad, que son su única mediación posible y que el Estado Imperial es su lugar natural, por lo que, privatizado por la representación, no es lugar donde caben los ciudadanos. Así Norteamérica expande su dictadura militar mediática, a través de un pacto llamado MUD o fango.
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