Entre los obstáculos que debe sortear todo proceso de cambio, están las contradicciones levantadas por los viejos vicios burocráticos que aquejan a las instituciones. En artículos anteriores destacamos los rasgos y comportamientos del oficialista, hombre o mujer.
Posteriormente, nos ocupamos de la cruzada mesiánica salvacionista a la que se aboca en nombre de la revolución ese oficialismo apoyado en perversos hábitos políticos burocráticos, negación de cualquier proceso revolucionario.
En esta oportunidad completaremos nuestro abordaje destacando algunos rasgos básicos de la cultura política que convierten a ese burócrata seudo revolucionario, sin que lo sepa, en un participante marginal del propio proceso de transformación.
Resalta la tendencia a considerar el poder que deviene del cargo como propiedad privada, suerte de patrimonialismo que puede derivar en corrupción. Alimentado y sostenido este comportamiento por los sentimientos de extrañamiento, impotencia e inevitabilidad del usuario del aparato burocrático.
El desempeño laboral y el compromiso con el proceso de cambio se funde y confunde con un ritualismo y un simbolismo reducido a eslóganes y colores.
En la gestión se impone un particularismo basado en la afectividad, en las relaciones y las circunstancias específicas, causando la subordinación del interés general a los intereses particulares. En contraste, las reglas fijas que se resisten a las excepciones se aplican esencialmente fuera del círculo de relaciones, distinguiendo entre nosotros y ellos. Se impone además una orientación individualista que obviamente es la negación de cualquier principio de participación y corresponsabilidad.
Surge, en consecuencia, una suerte de clientelismo interno que pervierte la relación laboral, por cuanto la concibe como un contrato entre partes de carácter tanto político como de afiliación.
La gestión se tiñe de un providencialismo basado en expectativas -explícitas o tácitas- de soluciones a los problemas a través de personajes excepcionales. Patrón que se potencia con el verbalismo, la tendencia a otorgar al discurso un valor mágico. Finalmente, se desemboca en un inmediatismo, suerte de predisposición a aceptar las soluciones "mágicas" sin cuestionamiento de resultados, costos económicos, sociales y políticos y sin visualizar las consecuencias inmediatas de carácter negativo.
Contradictorios burócratas, mitad ángel y mitad demonio, custodian en las instituciones el proceso revolucionario.
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