No se trataba de un Presidente, se trataba de nuestros sueños. No era aquel soldado mestizo un prisionero más de la historia venezolana, era nuestra esperanza que se iba a prisión con él. Aquellas sensaciones de desamparo, abandono y derrota nos asediaron a todos, mas no lograron invadirnos. Ese día nos morimos un poco, nos mataron un poco, para resucitar 48 horas más tarde. No había certezas, ni instrucciones, ni leyes. Todos nos convertimos en protagonistas, todos éramos líderes, no nos calzaba el simple papel de testigos de la mentira. Tras el bullicio se produjo un silencio, que no era el nuestro. Ese silencio sólo ensordeció a los cómplices y a los traidores. El Pueblo se hizo grito, se hizo pasos, se hizo ideas. Nada podía detenerlo. Nada lo detuvo. Nada lo detiene hoy.
La fuerza espiritual se hereda. En cada uno de nosotros despertó un Bolívar agitado, justiciero y bravío. No hubo espacio para discusiones o contradicciones. Bastó con vernos a los ojos los unos a los otros para saber que el objetivo era común. Se nos disparaba con balas desde adentro y con misiles desde el Norte. Sin embargo, ganamos la batalla sin disparar un tiro.
Quienes dos días antes celebraban, ahora huían. Quienes dos días antes lloramos de tristeza, llorábamos de nuevo, pero ahora de alegría. Sólo descansamos al cerciorarnos del regreso seguro de nuestros sueños al Palacio. El Pueblo hizo entonces verdadero silencio para darle paso a la más profunda reflexión. Nos fuimos a dormir, ya no éramos los mismos. En 48 horas el compromiso con la esperanza se había multiplicado por infinito. Ya no esperaríamos a que llegara el futuro, habíamos comenzado a construirlo entre todos y para todos.
Véase también