La economía de los países latinoamericanos ha permanecido desde siglos en una cruel paradoja: producimos riqueza hacia afuera y hacia arriba, mientras reproducimos pobreza hacia adentro y hacia abajo. Como diría Eduardo Galeano, nuestra derrota ha estado siempre implícita en la victoria ajena. Los gobiernos que intentan cambiar ese plan de vuelo son boicoteados y, generalmente, derrocados y aniquilados.
De todo eso fue hablar Salvador Allende un 4 de agosto de 1972 en las Naciones Unidas. Pronto se cumplirán cuatro décadas de aquel hecho.
Su discurso fue una denuncia del coloniaje, la dependencia y la subordinación en que el Norte se relaciona con el Sur. Los países periféricos, que producen miles de millones en ganancias para transnacionales y pagan la deuda externa, no tienen cómo superar la pobreza. Decía Allende que, en esos años, “600 mil niños jamás podrán gozar de la vida en términos normalmente humanos, porque en sus primeros ocho meses de existencia no recibieron la cantidad elemental de proteínas”.
El proyecto liderado por Allende sufrió las más despiadadas embestidas de adentro y de afuera, encabezadas por la ITT, la Kennecott Copper y la Anaconda, entre otros colosos del poder de la globalización en ciernes. Planearon y financiaron la subversión fascista.
Ante todo aquello, como ante ningún golpe de Estado ni genocidio, han jugado jamás un papel medianamente digno cualquiera de las instituciones mal llamadas multilaterales. Desde la Conferencia Internacional Americana celebrada en Washington DC entre 1889 y 1890, hasta la célebre OEA, fundada en 1948 en Bogotá, todas las iniciativas tomadas en el marco “panamericano” han subvertido el espíritu del Congreso de Panamá impulsado por Bolívar, amparando invasiones, derrocamientos, atentados terroristas, boicots económicos y rebeliones militares.
Esos mismos organismos, junto al FMI, el Banco Mundial y el Banco Interamericano, han tenido en sus manos la función de garantizar la hegemonía del colonialismo sobre la producción, el comercio y los flujos financieros sobre cada uno de nuestros países. Los acuerdos de libre comercio (TLC) han sido, como señala Hugo Fazio, el amarre de este modelo y los instrumentos más potentes de neocolonialismo en plenos siglos XX y XXI. Tal como Allende denunciara: “se ha desvirtuado la naturaleza de los organismos internacionales, cuya utilización como instrumentos de la política bilateral de cualquiera de sus países miembros, por poderosos que sean, es jurídica y moralmente inaceptable. Significa una forma de intervención en los asuntos internos de un país. Esto es a lo que denominamos imperialismo”.
Hoy Chile no es el que Allende trató de construir. Sus recursos naturales (desde el cobre hasta el salmón) están entregados a las empresas multinacionales, que no guardan compromiso alguno con los humildes y despojados que el Presidente reivindicaba. No hay salud ni educación pública universales y de calidad, mientras el país es saqueado. Sus factores de inserción económica son la transnacionalización y los emporios privados, y la agenda geopolítica de sus élites es la contención de los proyectos de cambio en la vereda del Pacífico.
Con todo, este 2 de diciembre nace en Caracas la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (CELAC), un esfuerzo obstruido por todos aquellos agentes locales y foráneos que apostaron más por los pactos, el ALCA, los TLC y la entrega de las riquezas nacionales(petróleo, oro, cobre, etc.), pero que se explica por el esfuerzo titánico de quienes, como decía Allende, dejaron atrás “la época de las protestas, quebrado los propósitos divisionistas y aislacionistas” y avanzan con “el afán de coordinar la ofensiva y la defensa de los intereses de los pueblos en el continente, y con los demás países en desarrollo”.
El proyecto de Allende, que apoyó la unidad de los países productores de cobre, la discusión del Derecho al Mar como patrimonio de la Humanidad y de la celebración en Chile de la UNCTAD, de seguro está encarnado hoy en el esfuerzo de países que, como Venezuela, Ecuador, Bolivia, y otros, recuperan el programa transformador latinoamericano y a la vez reconocen la urgencia de un nuevo pacto regional sobre políticas alternativas en materia energética, militar, financiera, económica y cultural. Por ello la justeza de dejar fuera de esta iniciativa a las potencias que, como Estados Unidos y sus pares, tienen sus intereses más en relaciones de subordinación que de paridad, y sus políticas del “gran garrote” y la “fruta madura” penden hoy sobre Haití y Libia como ayer sobre El Salvador, Chile y Panamá. Todo esto hace a la CELAC, y particularmente a sus impulsores, tremendamente amenazantes y por tanto, vulnerables.
No hay posibilidad para la recuperación de las riquezas y la reparación de los derechos de los pueblos sin otra comunidad latinoamericana. La idea de Allende permanece vigente y cobra energía: “El nuevo cuadro político crea condiciones favorables para que la comunidad de las naciones haga, en los años venideros, un gran esfuerzo destinado a dar renovada vida y dimensión al orden internacional. La acción futura debe acentuar una política que tenga como protagonista a todos los pueblos. La acción internacional tiene que estar dirigida a servir al hombre que no goza de privilegios sino que sufre y labora”.
En la CELAC, que nace tras siglos de aspiraciones, está la visión de Allende que, como Bolívar, sabía bien: O nos salvamos juntos, o nos hundimos solos.
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