La patada a la mesa, el final del camino pacífico, la opción de la violencia revolucionaria, se asomaron aquel día como una alternativa cierta ante el desparpajo con el cual la institucionalidad decidió agarrarle el fundillo al pueblo. En los alrededores del TSJ, cientos de personas expresaban su indignación ante la inminente decisión, conocida de antemano por filtración a la prensa. Los magistrados estaban por alcahuetear el golpe de Estado. Al sentenciar que el 11 de abril de 2002 lo que hubo fue un “vacío de poder”, en el cual los militares actuaron “preñados de buenas intenciones”, el tribunal impedía el enjuiciamiento y castigo a los golpistas. ¿Consecuencia? La justicia, así, con minúsculas, daba luz verde para que esos mismos militares y otros que conspiraban en los cuarteles, intentaran de nuevo la aventura, como en efecto lo hicieron con la rocambolesca toma de la plaza Altamira, secundada dos meses y medio después por la sociedad civil con el paro sabotaje petrolero.
Ese día, 14 de agosto de 2002, tuve el privilegio de conocer a Carlos Escarrá Malavé. En horas de la tarde me habían convocado a la sede de VTV, en Los Ruices, para un programa especial. Todo el país aguardaba en tensión la votación de los miembros del TSJ en torno a la ponencia de Franklin Arriechi, uno de los magistrados del bando antichavista. Días antes, esos mismos jueces habían rechazado por mayoría mínima las de Alejandro Angulo Fontiveros y Luis Martínez, quienes sí eran partidarios del enjuiciamiento. En la presidencia del canal, Jesús Romero Anselmi, acompañado por Rubén Hernández y Samuel Moncada, me recibieron junto a Carlos, quien estaba preparado para dar una clase magistral de derecho en televisión. La idea era explicarle al país, en términos sencillos, comprensibles, que todavía quedaban cartas por jugar. La violencia no era inevitable.
Una vez al aire, Escarrá cumplió con brillo aquel cometido. En forma didáctica, sin regatearle explicaciones al pueblo llano, como hacen algunos doctos escudados en la jerigonza del lenguaje jurídico, Carlos dejó en claro que la sentencia del 14 de agosto, esa que estaba por ser aprobada por la plenaria del TSJ, era revisable por la Sala Constitucional de ese mismo tribunal. Es decir, todavía faltaba un inning para que terminara el partido, a pesar de que el golpismo se adelantaba a cantar victoria definitiva. La Constitución, explicó Escarrá, confiere a la Sala Constitucional facultades similares a las de un Tribunal Constitucional, entre ellas la de revisar las sentencias de todos los jueces, incluidos los de la sala plena del TSJ.
Aquella clase del profesor Escarrá le dio un respiro al país. Los caminos institucionales no estaban cerrados, aunque así se empeñaran en proclamarlo medios y doctores. Todavía quedaba una carta por jugar. En los alrededores del TSJ hubo refriega, bombas lacrimógenas y disparos, pero el río nacional no se desbordó.
La explicación de Escarrá luego fue complementada con similar brillo por el presidente del TSJ, Iván Rincón, encargado de anunciar a la nación el contenido de una sentencia contra la cual él mismo había votado.
Aquella clase de derecho y política quedó grabada no sólo en una cinta de video tape, sino también en el lienzo de nuestra historia reciente. Cada cierto tiempo, en el preludio de alguna entrevista, ambos recordábamos con emoción el episodio. Ahora que Carlos se nos ha ido, cuando todavía le quedaban muchas clases y aportes por dar, le doy las gracias por aquella magistral lección, que contribuyó a impedir el descarrilamiento de la Revolución Bolivariana con el que sueñan algunos locos de aquí y de allá. Honor y gloria a Carlos Escarrá.
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