Estudiar matemáticamente el paisaje para comprender el acontecimiento, tener conciencia del clima y de sus turbulencias (especialmente el clima político), es la recomendación del filósofo Vattimo. Para comprender la historia no hay que ser historiador, hay que actuar rápido y comportarse como un geógrafo. Saber reconocer la influencia de las alturas, las depresiones, las convergencias inesperadas y las bifurcaciones del terreno. Cartografiar los devenires, sus contradicciones y afinidades.
Será histórico aquello que marca una región del tiempo sin detener su recorrido. El evento siempre presente y por ello atemporal y paradójicamente, en segundo movimiento, también transhistórico. Ello implica cierta actuación de los espacios distribuidos para una peculiar composición de hombres; sus tecnologías, encadenamientos, aparatos de Estado, mobiliarios, lealtades, traiciones, omisiones. Ademanes como un silbido, un escrito, el movimiento de la mano y por supuesto el heroísmo, la apuesta por una poética discursiva común. No olvidemos colocar lo simultáneo y algo de caos para explorar los azares.
Historiar es una suerte de capacidad ubicua. Sincronizarse con la simultaneidad de lo que llamara Deleuze “el régimen pasional de una época”. Colocarse en la travesía de la fecha, en las nomenclaturas y nombres que va anunciando, las formaciones discursivas a que da lugar cuando se erige en referencia que actúa como un pico o meseta que se comunica al borde de su propio límite con otras eras y así se actualiza saliendo de sus limitaciones fragmentarias, haciéndose archivo, memoria.
Los momentos fechados son montañas tapizadas de mil caminos que se abren en pulpo a multivocidad de conexiones. De ellas surgen danzas rituales y nuevos movimientos que reproducen momentos e imágenes asociadas a una narrativa. Son síntomas y fiebres; fracturas que nos permiten mirar a través, hacia delante y hacia atrás. Lo que miramos por la rendija es un trazo arqueológico que podemos llamar “idea”. Cuando eso ocurre, en términos bergsonianos, hemos logrado “la conexión” con lo particular, con la verdad de un momento que se auto trasciende y se hace universal. Todas estas piezas sueltas hacen máquina con el presente y constituyen un devenir, que podríamos llamar el espíritu de una época.
Weber llamaba a estos ratos: “momentos bisagra”. Auténticas inflexiones que tuercen recorridos, que asaltan con su emergencia toda cotidianidad. Instantes que logran que sus protagonistas rivalicen con la muerte. Tales intensidades son siempre elecciones que contestan contra el poder y la opresión. Miller aseguraba que podía toparse con ellas en cualquier molécula o fibra nerviosa: “en la tensión de los hilos de una telaraña”. Melville nos habla, en Moby Dick, de “una línea de ballena que puede arrastrarnos, aplastarnos o estrangularnos”. Líneas que pueden mantenerse mucho tiempo sumergidas, pero cuando salen de nuevo a la superficie y se hacen visibles, irrumpen y se despliegan con infinita fuerza. Ellas crean zonas amigas desde donde es posible resistir, respirar, apoyarse, luchar, sonreir. En fin, vivir de nuevo.
Habría que ceñirse a esta epistemología para poder leer el hermoso y largo día que nos cubre desde aquel 13 de Abril de 2002.
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