La palabra “progreso” que pregona Capriles, es una suerte de antifaz de su escamoteo verbal, que es tan o más sospechoso y tenebrosamente natural como las imágenes que lo muestran durante el golpe de Abril. Muchos de sus signos están registrados en la memoria colectiva desde que la inefable Marietta Santana mostrara a ese grupo embrionario de PJ luciendo en sus cuerpos alegorías al nazismo. Era una legión de Tradición, Familia y Propiedad, allí donde armonizaron sus adolescencias Capriles y Leopoldo López, abriéndose paso hasta llegar a la creación –subsidiaba por la PDVSA de entonces- de esta especie de consorcio trasnacional que es Primero Justicia.
Fascistas como él suelen no sentirse aludidos cuando son tildados de extrema derecha y de conservaduristas, porque, en cierto modo, es verdad: su proyecto político no contempla una vuelta a lo antaño; ni siquiera sus inextricables muletillas para a veces apoyarse en dios o en la fe cristiana, así como al eufemismo del “progreso” (que es el lema electoral de su mudez) son insignias típicamente ideológicas de su universo político.
Al candidato de la MUD el fascismo europeo lo transparenta desde la sangre y la mirada fulminante y abrasiva que hace de las cosas, lo delata. No hay que ser mago para comprender que el llamado “autobús del progreso” es una máquina opresiva, demoledora, la placa de identidad de su afán por una transformación totalitaria de la realidad socio-política venezolana y la imposición de un orden nuevo que le urge una dictadura y un mapa que defina claramente la ubicación del enemigo para liquidarlo moral y físicamente.
¿Qué llevaban en mente Capriles y Pedro Carmona el 11 de abril, emblemas itinerantes del golpe de estado del 2002? Imponer un Proceso de Reorganización Nacional, al estilo Videla. Por eso se volvió inaplazable el uso de la violencia, porque ésta es el motor de la ambición que sigue motivándolos para imponer la barbarie fascista.
Quienes quieran fascismo que vayan con él.