La República Bolivariana de Venezuela es un Estado Democrático que se sustenta en la participación y el protagonismo del pueblo, en los términos expresados en nuestra vigente Constitución. Ahora bien ¿quiénes integramos el pueblo?. El pueblo está integrado por mujeres y hombres (Decreto 6.663), y según los datos del último censo (2011) las mujeres constituimos el 50.3 % de la población. De tal manera que las mujeres no somos una minoría. Somos más de la mitad de la población venezolana y constituyendo esa más de la mitad, forzoso es concluir que nuestra participación no estará asegurada sin la paridad, como complemento obligatorio de la Igualdad. Esto es importante decirlo y construirlo porque la democracia venezolana será imperfecta e incompleta (no será democracia) hasta tanto las mujeres como pueblo soberano no estemos incorporadas a todos los espacios de nuestra sociedad, en ejercicio pleno de la ciudadanía, de la soberanía y del poder. Esa incorporación tiene un compromiso ético de respuesta a las exigencias y necesidades de nuestras hermanas de género.
A veces creemos que lo simbólico, ello es, la presencia de una mujer en un cargo, garantiza la atención y respuesta a las demás mujeres. No es verdad. La participación política exige una conciencia militante feminista para cumplir con el cometido de una democracia real, no andrárquica, no patriarcal. La República reclama una nueva manera de entender y hacer política, basada en la construcción del poder como poder liberador del pueblo y, especialmente, de las mujeres, que ha sido el pueblo excluido y subordinado. Esto lo afirmo porque las mujeres hemos sido, históricamente excluidas del conjunto de las estructuras sociales y políticas que han conformado el poder tradicional, relegadas al ámbito de lo doméstico o del hogar (esfera privada) y convertidas en la fuerza de trabajo para toda la familia. Por ello se insiste en visibilizarnos solo como madres o amas de casa.
Las mujeres en la sociedad venezolana, al igual que en el resto de sociedades latinoamericanas, somos objeto de explotación por nuestra fuerza de trabajo y, somos objetos de consumo, por nuestra función de reproducción biológica. Esa doble condición híbrida a la cual hemos sido sometidas, tiene como resultado el trato que se nos da como pueblo constituido y no como pueblo constituyente y soberano, que es el que corresponde. Digámoslo con todas las letras: las mujeres hemos sido tratadas como pueblo excluido, pueblo subordinado o pueblo sombra de otro pueblo, el de los hombres. Y estamos muy lejos, aún, de la ciudadanía plena.
Lo que afirmo, lo supieron muy bien las revolucionarias francesas quienes en 1791 proclamaron los derechos de la mujer y la ciudadana. Porque la igualdad de la revolución francesa, misma que inspiró los textos políticos tradicionales que perviven en la actualidad, no fue pensada para las mujeres. Esa igualdad tenía su supuesto de lo humano universal en los hombres: blancos, heterosexuales y propietarios. Y aunque se insista en que las mujeres hemos avanzado mucho en el tema de los derechos políticos, si bien tenemos garantizado el derecho a elegir, no tenemos garantizado el derecho a ser elegidas en condiciones de igualdad con los hombres, hasta tanto la paridad (50 y 50) no sea obligatoria.
Es indudable que con la Constitución de 1999 echamos las bases para hacer realidad la igualdad como derecho de derechos y que no es la mera igualdad ante la ley, ni la igualdad de oportunidades sino la igualdad material, la igualdad de resultados o LA JUSTICIA. Por lo que al texto constitucional deben seguir el desarrollo legislativo y las políticas públicas que constituyan las respuestas asertivas a esas necesidades y reclamos de las mujeres. Es por ello que nosotras insistimos en que lo cosmético no transforma una realidad. La realidad se transforma desde lo sustantivo, es decir, con las acciones comprometidas y vindicativas que aseguren la liberación de las mujeres de la esclavitud más larga conocida en la historia de la humanidad. Abro aquí un paréntesis para recordar que la igualdad va indisolublemente unida a la libertad y al resto de los derechos humanos, tal y como lo entiende y expresa el artículo 19 de la Constitución vigente.
Lo que digo es tan cierto que la no consagración obligatoria de la paridad y la alternancia de las mujeres y los hombres en las listas electorales, con carácter obligatorio, en la última Resolución del CNE-2010, en la Ley Orgánica de Procesos Electorales y en su posterior Reglamento, trajo como consecuencia la reducción de la elección de las mujeres a la Asamblea Nacional y el frenazo de la agenda de género que veníamos adelantando. Y aunque contamos con destacadas diputadas, no ha sido posible construir una agenda que mire hacia nosotras, que mire hacia más de la mitad del pueblo venezolano, ya que la sororidad legislativa es todavía una asignatura pendiente. Experiencia que dio excelentes resultados en la década de los ochenta del siglo pasado con la creación de la Comisión Bicameral por los derechos de la mujer (integrada por las mujeres de todos los partidos políticos), en el extinto Congreso Nacional.
Hasta tanto no esté superada la dicotomía público-privado y todos los espacios, como espacios políticos que son, sean ocupados igual y paritariamente por las mujeres y los hombres, con el desempeño compartido de todas las tareas; así como la participación concienciada y conjunta en todas las decisiones del país, no tendremos esa sociedad democrática, participativa y protagónica que enuncia la Constitución.
Es verdad que nunca antes el feminismo como filosofía política y ética había sido nombrado en la alta esfera del poder ejecutivo, en Venezuela. Es el presidente Hugo Chávez Frías el primer presidente en nuestro país y en América Latina en expresar, una y otra vez que, sin el reconocimiento de la ciudadanía plena de las mujeres, no hay REVOLUCIÓN. Por ello anunció en Maracaibo (2008), a orillas del Lago de Coquivacoa y pisando la tierra de Ana María Campos, el compromiso de su gobierno con un socialismo feminista que es necesario sembrar con políticas públicas asertivas y bordar con ejecutorias, transformando los estereotipos culturales y sexistas que concitan en contra de nuestros derechos humanos. Una de esas políticas, considerada urgente, debe versar sobre la educación y los nuevos diseños curriculares, y la revisión de temas como: las familias, el matrimonio, la maternidad obligatoria y todas las instituciones creadas para asegurar el sometimiento de las mujeres al poder androcéntrico, es decir, al patriarcado. Si la Revolución Bolivariana no derrota al patriarcado, no será una revolución auténtica y dejará en el camino a la mayoría del pueblo. De esas revoluciones incompletas e insatisfactorias, tanto de derecha como de izquierda, tenemos bastantes ejemplos en la historia universal. Y todas, sin excepción, les han fallado a las mujeres.
La autora es: Doctora en Estudios de las Mujeres
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