La revolución bolivariana está viviendo un momento muy pero muy interesante que me ha provocado ponerme a escribir otra vez. A instancias del mismo presidente reelecto todos los procesos del gobierno y la sociedad se han puesto bajo la lupa, se están sometiendo a revisión colectiva.
Uno de esos procesos es el de las comunicaciones en una época de tecnología de avanzada, donde las ideas de cambio son bombardeadas por la prensa mediática mundial, que como sabemos es propiedad de grupos de intereses privilegiados resistentes al cambio, que en los hechos desplazó a los partidos políticos y nos dice ahora qué es la realidad.
En mi artículo de la semana pasada, “Si crees que sabes...” terminaba diciendo que cuando se trata de inestabilidad y cambios, creer que se sabe es el peor error. Por eso siempre es bueno tomar referencias históricas para poder ver con distancia y proporción el momento que nos toca vivir y en el que estamos sumergidos. Porque de otro modo no reconoceremos nuestros hábitos de pensamiento, el modo en que nuestras creencias que son herencia generacional influyen en nosotros.
En otras palabras, si deseamos cambiar es porque las experiencias que nuestro modelo mental de organización social hace diponibles, ya nos resultan insatisfactorias. ¿O acaso alguien desea cambiar lo que está disfrutando a rabiar, a más no poder? Y para poder cambiar nuestras experiencias disponibles, lo primero que necesitamos reconocer son los hábitos que compartimos con ese momento social, colectivo. Que son nuestros hábitos de pensamiento, las creencias que nos dan dirección en la acción.
¿O acaso creemos que podremos cambiar algo mágicamente, con solo desearlo, sin modificar para nada nuestras conductas? Por eso digo que para poder vernos, ver nuestra época en acción, es bueno darse un paseo mental y tomar referencias históricas desde cuya distancia podamos percibir con mayor claridad nuestra propia época. Podemos por ejemplo hacer una excursión a la transición entre Medioevo y Renacimiento.
Allí reconoceremos tal vez con sorpresa, que al igual que en nuestra época se comenzó a cuestionar desde su utilidad para las necesidades presentes de la vida, todas las creencias que se arrastraban de antaño sin reconocerlas ni cuestionarlas. Y ya sabemos que aquello iluminó, revolucionó una milenaria época de oscurantismo, sembró las semillas de un nuevo momento evolutivo que aún hoy da frutos. De allí su nombre de Renacimiento.
En aquella época también se fue al pasado a buscar una diferente dirección a la que imperaba. En ese caso se recurrió a la historia de griegos y romanos que tenían un estilo de vida mucho más activo y comprometido con la transformnación del mundo, de la realidad, mucho menos sometido a dogmas. En otras palabras daban mayor valor y poder a la intencionalidad, a la conciencia, al ser humano que a los determinismos naturales y sociales a los que se encontraban sometidos.
Podríamos decir que el valor central de las civilizaciones griegas y romanas en comparación con la del medioevo, no era la resignación ante las limitaciones sino su fe en el poder de la mente humana para superarlas, para transformar la realidad. Eso da como resultado dos actitudes y direcciones vitales muy diferentes, dos modos diferentes de estar la conciencia en el mundo, uno activo y otro pasivo. Y en consecuencia gesta dos civilizaciones diferentes.
Pero hay otro elemento interesante a reconocer en este paseo. Las instituciones que heredamos tienden a la continuidad de su modelo social. Por lo tanto para que el cambio se haga posible es imprescindible la inestabilidad de las instituciones, de los hábitos y creencias sociales que se gestaron en tal práctica. En otras palabras, los elementos de esa sociedad que se sienten insatisfechos y aspiran a cambiar esas limitaciones, es decir “nosotros”, han de comenzar por reconocer y modificar su dirección conductual.
La mayoría de nosotros creemos ingenuamente, es decir sin la menor reflexión o cuestionamiento, que nuestros sentimientos y vivencias de pareja, familia, amistad, trabajo etc., son muy particulares y personales, que nadie siente ni sabe lo que sentimos. Sin embargo, nunca nos hemos puesto a pensar que nuestras instituciones son heredadas y colectivas y ese pasado heredado es operante en nuestro presente, influye poderosamente, programa en gran medida lo que sentimos, pensamos, vemos y hacemos.
Tal vez justamente por eso llegamos todos como colectivo a este momento particular de agotamiento y desgaste del modelo, de insatisfacción, inestabilidad y deseos de cambio que resuena universalmente, aun cuando cada uno interprete sus causas de diferentes modos. Hace unos días veía un programa de TV donde se discutía públicamente cuales eran las limitaciones de los medios públicos venezolanos de difusión , de comunicación, como corregirlos, como integrar verdaderamente un sistema de medios.
En esos debates iniciales se puede apreciar claramente las divergencias de opinión. Unos dicen que hay que dar vuelta de cabeza todo, por ejemplo que es el pueblo el que ha de comunicar, no las élites intelectuales o las clases medias altas las que han de decirle al pueblo lo que es bueno para ellos. Otros opinan que en muchas ocasiones el pueblo demuestra que no sabe cuales son sus verdaderas necesidades, por eso es que resulta tan facilmente influenciable, sugestionable, direccionable para los medios de comunicación masiva.
Y hay todavía un tercer grupo que opina que no se trata de esto ni de lo otro, sino de todo lo contrario. Por supuesto que uno tiende a tener sus gustos, sus ideas y en consecuencia a alinearse con uno u otro bando. Me gustaría en este punto contarles una anécdota que es muy ilustrativa. Sucedía en una época no muy lejana, que la especie humana era diezmada por pestes y hambrunas. Como es normal se formaron bandos de opinadores que debatían acaloradamente las causas de tales acontecimientos.
No faltaban los sobre acalorados que se iban a las manos como sucede todavía en muchos parlamentos. Para unos esos eran castigos de Dios, para otros eran tentaciones que Dios permitía al diablo para probar al ser humano. Y como no había forma de ponerse de acuerdo sobre tan eruditas y útiles discusiones, como tampoco es extraño unos terminaron agrediendo y matando a los otros, sumando más violencia y sufrimiento a la ya trágica situación.
No mucho tiempo después apareció un señor llamado Pasteur, que descubrió la penicilina y se produjeron vacunas que acabaron con la mayoría de aquellos males. ¿En que bando de opinadores te hubieses alineado tu? No importa, en cualquiera de ellos los hechos posteriores te hubiesen puesto en ridículo. Por eso decíamos antes que en situaciones de inestabilidad y cambio, tal vez el mayor error es creer que sabemos, que conocemos las respuestas.
El cambio inevitablemente nos sugiere sorpresa, extrañeza, incredulidad. El cambio nos enfrenta a lo desconocido, aquello para lo cual nuestros hábitos no tienen respuestas programadas. Por eso cambio es sinónimo de discontinuidad de las instituciones y genera crisis en los sistemas de hábitos y creencias heredados y desapercibidos, que por lo general ingenuamente consideramos parte inamovible de la realidad, de lo que somos o creemos ser. ¿Podría algo ser nuevo si ya lo conociéramos? ¿No es un contrasentido absoluto?
La inestabilidad es condición sin equanon de todo cambio posible, porque las instituciones son afirmación del modelo mental que las concibió y les dió forma en los hechos. En otras palabras son memoria, inercia de un momento anterior, resistencia activa, operante al cambio. Lo mismo podemos decir de nuestros hábitos y creencias, son programaciones de un modelo ya agotado e inoperante. Hoy en día le llamamos burocracia.
Si no caemos en cuenta de ello nos convertimos en vehículos de continuidad del pasado, en resistencia al cambio, a la evolución. Y todo aquello que se opone a los vientos de cambio que ya soplan, aunque cada cual los interprete de un modo diferente, genera sufrimiento inncesario en la conciencia colectiva humana. No está demás dar una mirada al interior de cada cual y darnos cuenta si nos estamos resistiendo, aferrándonos a lo viejo, habitual, generándonos innecesario sufrimiento al negarnos a soltar algo ya agotado, superado, por temor a arriesgarnos a dar un nuevo paso.
Debemos tener claro que estamos proponiéndonos traer a ser en el mundo de todos los días, de las cosas y personas habituales, algo que anhelamos pero aún no existe. Nosotros somos las puertas de eso nuevo que anhelamos. Y no tenemos otro camino que disponernos a reaprendernos intentándolo, acercándonos atentamente por acierto y error. Dándonos cuenta que solo nosotros podemos reconocer si eso que sentimos y hacemos es lo que realmente deseamos.
Es como aprender a tocar el piano. Solo cuando tocas la tecla y el sonido realimenta tu conciencia auditiva, puedes saber si ese era el sonido que esperabas, que deseabas. Si no te arriesgas a tocar la tecla nunca lo sabrás. Si no estás dispuesto a corregir una y otra vez los intentos erróneos, nunca aprenderás a tocar. LLegará el día en que des un magnífico concierto para las multitudes, pero solo a ti te consta el camino recorrido para recoger esos frutos.
Una nueva sensibilidad se abrirá camino. Nuevas miradas cobrarán forma dando dirección renovada al humano accionar. La voluntad traerá a ser conductualmente en el mundo lo que por décadas no tuvo la fuerza anímica suficiente, necesaria para ir más allá de las ideologías de las élites intelectuales. Pero el camino es caminando. Es el caminar el que hace caminos. Cierro con una frase de nuestro novel ministro de comunicaciones que sintetiza el clima de todo lo dicho, “el genio se escapó de la botella, ¿quién lo volverá a encerrar?
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