Los recuerdos de una matrona que llegó a bisabuela eran relatados desde su divino terruño en La Mucuy merideña, todo bajo un exquisito clima incitador oliendo a guarapito caliente.
Mientras trascurrían los días del mes tenue recordaba las navidades de su infancia, aventuras de niños tal vez históricas de las cosas hechas y obligadas a olvidar, así hayan sido importantes, significativas, emociones que sólo llegan con diciembre: ropa nueva, zapatos, adornos, hallacas y lo más importante el Niño Jesús.
Es el mes de la luz, atrás quedaba el miedo cuando dormir temprano era necesario pues las ánimas tenían permiso de deambular libremente durante todo el mes de noviembre y el muerto que salía en el patio era frecuente verlo atravesar el solar, desde el gallinero hasta la mata de almendrón donde se sentaría a cuidar las morocotas enterradas y Bernardo las buscaba cuando el aparecido le hablaba.
Cenaban en la vieja mesa de madera construida por el abuelo ubicada en el corredor, no tenían comedor, sólo dos habitaciones con un amplio y largo pasillo donde daban de comer muy cerca de la tinaja y el botijon, detrás estaba el agua bendita de Juanita quien la sacaba y echaba en la cabeza para que los espantos no molestaran y nos mandaban a dormir temprano todo el mes como un castigo, pero al llegar diciembre la cosa era diferente, habían fiestas, venían vecinos, familiares, daban reuniones alumbrando el patio y aplacando la tierra, hasta muy entrada la noche se jugaba correteando entre visitantes, cantaban, bailaban, eran momentos divertidos, vividos, inolvidables.
Mientras avanzaba el mes, la vida se ponía hermosa, las mamás llevaban a sus hijos a la tienda de Mónica a escoger el corte de tela para que la Negra hiciera la ropa del 24 y 31 luego irían a la tienda de Lalo a escoger zapatos, desde aquellas casas no se caminaba ni dos cuadras pero era algo tan importante tener ropa nueva que eso quitaba el sueño y desde la noche anterior las hermanas hablaban del modelo de los vestidos.
Miguel. A. Jaimes N.
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