Era una vez un paraíso: el agua cristalina y clara como esos espejos que trajeron los colonizadores para impresionar, hacer caer en trampas de bobos y canjeárselos a los indígenas como trueque por oro. No había contaminación, porque la industria tabacalera no tenía gandolas para el traslado de la materia prima y todavía Gómez, no había utilizado la tecnología de engrillar presos para que hicieran carreteras; existían muchísimos árboles frondosos y cargados de manzanas rojas como esos cachetes de niños parameros; las fábricas textil de ropa no eran conocidas en el mundo de Adán y Eva. Los cuerpos desnudos brillaban de naturaleza no expoliada por la avaricia de quienes reparten la tierra, como si el destino hubiera sido anunciado en una pelea de hormiga contra elefante.
No se conocía la violación a los derechos humanos ni existían tentaciones biológicas, ni la ciencia se había ocupado de investigar de dónde o cómo nacieron Adán y Eva; a nadie se le había ocurrido la idea de frontera ni determinar cuántas millas marinas separan a las tierras luego llamadas naciones; era una época en que ni siquiera existían bancos de madera ni mucho menos para identificar monopolios financieros; el trueque no había alcanzado el grado necesario para entablar negocios entre animales irracionales; el lenguaje iniciaba su proceso de desarrollo y nadie se imaginaba la introducción de ninguna palabra del diccionario de los malandros.
Erase entonces, una vez en que por los caminos de la naturaleza se encontraron, cerca de un riachuelo, Adán y Eva. Los ojos de Adán se brotaron como metras disparadas desde una escopeta buscando el ojo de un estudiante protestatario para cegarlo; sus manos se movieron como queriendo abarcarlo todo con un solo puño; su respiración se aceleró como la de un pobre cuando pega un kino de muchos millones; su corazón palpitó como el de un mocho de ambas piernas en pleno centro de la selva frente a un tigre desesperado por el hambre. Mientras tanto, Eva quedó impresionada como pensando que venían a golpearla con un rolo de policía.
Adán le miraba los senos y trataba de compararlos y hacer analogías con los picos montañosos que bordeaban al riachuelo. Eva observaba aquel pecho peludo como tratando de hallar semejanza con los bosques del paraíso terrenal. Adán le tiende la mano y Eva le corresponde gentilmente. Ambos captan el calor del contacto de pieles diferentes.
Adán: Bienvenida al mundo terrenal, hermosa y bella señora.
Eva: Señorita para la próxima, aunque me siento muy encantada de conocerle, elegantísimo señor. ¿Cómo se llama usted?
Adán: Adán, y ¿usted?
Eva: Eva, para servirle gentil caballero del género humano.
Adán era muy poco dado a los protocolos. Jamás había presenciado una persona humana en su camino y menos desnuda como andaba él. Sus primeras conversaciones las había sostenido con un loro que siempre le respondía: “Adán, no hay camino, se hace camino al andar. Ponte un pantalón que lo que te cuelga no es un plátano ni un gajo de mamón”.
Adán: ¿Cómo se llaman esos picos que se elevan sobre su pecho y tienen cráteres puntiagudos, mi cautivadora señorita?
Eva: Caramba, señor, ya usted me considera una cualquiera como si fuese de su propiedad privada. No me confunda con un medio de producción cualquiera, por favor.
Adán: Es el respeto y la admiración lo que siento por usted, encantadora cuchi cuchi.
Eva: Unjú. Se llaman senos, señor, y fueron creados para cumplir la función de evitar el choque frontal entre cuerpos diferentes y no para escaladores con picos en las manos.
Adán: Caminemos un poco hacia aquel bosque lleno de frutas y amplia sombra, adorada mía.
Adán y Eva, unieron sus manos, caminaron hasta que llegaron a los arbustos de manzana y se sentaron bajo la sombra, y se quedaron extasiados observando la forma en que caían los frutos cerca de ellos. Ninguno de los dos sentía tentación por la fruta prohibida ni sabían nada de la ciencia del bien y del mal. Una culebra que estaba a poca distancia, sacaba la lengua y la movía de un lado a otro como provocando la tentación, despertando el gusto e incitando al pecado del tacto carnal.
Eva: ¿Qué animal es ese, Adán?
Adán: La llaman culebra del diablo y tiene un poderoso veneno, pero mientras no le molestemos no nos atacará. Sin embargo, los movimientos de la lengua de la serpiente indicaban algo que por ahora no lograban descifrar correctamente.
El sol comenzaba a dar inicio de ocultamiento, las olas de frío ponían los pelos de punto y exigían calor; los pájaros volaban como buscando sus nidos; la brisa peinaba la cabellera de Eva, y esa maldita culebra, no cesaba los movimientos de su lengua.
Adán: Eva, ¿por qué no probamos ese fruto rojo que debe ser divino y ya tengo bastante hambre?
Eva: No creo que sea prudente comer esa fruta, porque no sabemos si es venenosa. También tengo hambre y no dejé hecho nada de comer.
Adán: Intentemos, amor mío.
Eva: ¿Por qué me dices amor mío y qué significa eso?
Adán: Te quiero y te amo como a ninguna otra mujer en la vida.
Eva: ¿Pero cuál otra mujer has conocido si en este edén sólo existo yo?
Adán: Una que camina de Chachopo a Apartaderos con violeticas de mayo y tiene la manía de contarse los deditos de las manos y los deditos de los pies.
Eva: ¿Es más hermosa que yo?
Adán: Nunca, mi vida, nunca. Ni siquiera le gusta al polaco blanco luego de salir zarataco del bautizo de un libro de poesías. Sólo tú, amada mía, me has cautivado el corazón con tu belleza natural, con tu ángel de solitaria, con tu cabellera bien peinada luego de salir de la barbería de la FCU, y con tu aroma tan agradable después de haber bailado en una fiesta de hippies.
Eva: Tú si tienes frases bonitas, Adán. ¿Dónde las aprendiste?
Adán: De Caracciolo, mi amor, en uno de sus discursos cuando existía el café del CADA. Arrímate un poquito, mi adorada, que ya no soporto este frío paramero.
Eva: Tranquilo, Adán, tranquilo, porque lo importante no es llegar primero sino saber llegar. No olvides que eso lo dijo un arriero.
Adán: Eva, pero si nadie nos está viendo. Estamos tan solitos y esa culebra tan despierta, que debemos comer la fruta caída de esos arbustos.
Eva: Ponte a creé.
A medida que el frío se intensificaba, Adán y Eva discutieron el comer o no la manzana. Pudo más la tentación que el razonamiento. Aquellas maduras y sabrosas manzanas causaron la furia de la naturaleza tan pronto Eva y Adán las comieron. Un chaparrón de agua se les vino encima sobre sus cuerpos desnudos; los truenos y rayos hacían saltar sus cuerpos de miedo; ambos se abrazaron para darse calor y el pecado se hizo presente tan pronto aquel rolo se estiró y la parte íntima de Eva sintió un cosquillar desde la punta de los pies hasta la nuca.
Eva: Adán, Adán, jajajajaja. Siento algo extraño que me recorre el cuerpo-
Adán: Eva, Eva, mi amor, a mí también.
Al rato tanto Eva como Adán quedaron en silencio como cansados de una breve pero profunda faena de trabajo.
Eva: Sabroso, Adán mi amor.
Adán: sabrosísimo, Eva mi tesoro. Sigamos el jueguito otra vez, mi amor querido.
Eva: bicho, déjame descansar que mañana es otro día.
Al poco tiempo, Eva caminaba con su enorme barriga y dice Omar Granados que en esa época él cambiaba casabe por manzana y que dos hermosas criaturas nacieron en Tumeremo en manos del doctor Pedro Rincón Gutiérrez: Abel y Caín. Era el tiempo en que Felipe Rocha echaba carro en la sevillana.
No había escuela donde los niños de Adán y Eva estudiaran, por lo que tuvo Omar Granados que darle un curso de dibujo. Abel era muy dedicado a las labores hogareñas y Caín, era amante de las discotecas. Un día en que Adán y Eva paseaban por el bosque recordando cuando la culebra los hizo pecar, Abel y Caín sostuvieron una agria discusión sobre el derecho a la propiedad de la tierra y sus frutos, y se entraron a piñazo limpio. Abel sostenía que ese bien natural debía ser de todos por igual y sus frutos distribuidos por la ley de las necesidades; el segundo, exponía que no estaba dispuesto a compartir con nadie la tierra, porque la propiedad privada es la mejor forma de hacer rendir el trabajo. Al rato, Abel caía muerto bajo los impulsos agresivos y belicosos de Caín, que le propinó una tremenda puñalada mortal. El viejo Albornoz que ya pregonaba sus ideas sobre cooperativismo popular, sentenció que desde ese momento la sociedad fue fracturada en clases sociales diferentes y antagónicas en detrimento de la igualdad social.
Cuenta Omar Castillo, como reseñador periodístico, que el Poeta de la Libertad fue el jurista acusador de Caín, logrando pagara condena de treinta años en Las Colonias Móviles de El Dorado.
Eva, entristecida y con su corazón destrozado por el dolor culpó a Adán de haberla impulsado a cometer el pecado. Adán, igualmente compungido por el dolor, maldijo a la culebra de haber tentado el acto carnal de creación.
Los explicadores del nacimiento y desarrollo de la sociedad, todavía no han encontrado las razones del por qué habiendo sido varones, los hijos de Adán y Eva, la reproducción humana haya sido tan acelerada y el crecimiento demográfico tan exagerado; mientras que los analistas de la lucha de clases no hallan el motivo del por qué siendo todos los seres humanos de la misma línea sanguínea de Adán y Eva, se odien tanto y persistan tantas pugnacidades en la humanidad.
Lo cierto es que hoy día se cuestiona la injusticia social, se considera erróneo la propiedad privada sobre la tierra, se combate la desigualdad, se alimenta o se ataca la explotación del hombre por el hombre, se plantea o se niega la existencia de las clases, pero a nadie se la ha ocurrido criticar el pecado original de haber comido la manzana, porque hizo posible el contacto biológico-físico entre sexos opuestos y, además, la reproducción humana. ¿Cómo sería el mundo lleno de manzanas sin seres humanos?, le preguntó el doctor Marcos Pino al ingeniero Carlos Méndez.
Y dijo un anciano que desea seguir viviendo, que deberíamos volver a la época de Adán y Eva sin tentaciones malévolas, sin agresiones ni explotación al hombre, sin rolos de policías ni metras asesinas, sin desigualdades y todos comeremos manzanas, porque de nuevo el trueque intercambiará los frutos para beneficio de toda la humanidad, y que nadie tenga necesidad de echarle un burro negro a Luis y Celestino en La Sevillana, mientras que un gato perseguía, sin clemencia, al pájaro piolín por los caminos donde el chivo escondía sus radiadores.