La angustia parece apoderarse de alguna gente ante la impunidad, lentitud del cambio, falta de claridad o compromiso para crear relaciones de producción alternativas y en abundancia, de manifestaciones horrendas de corrupción, agresiones de la derecha nacional e internacional, que parecieran no ser objeto de respuestas adecuadas. Ante ese cuadro, se habla como quien pareciera haber descubierto el agua caliente, que no puede haber revolución pacífica o, mejor dicho, sin que medie la violencia. Como si tal cosa o fenómeno fuese ajena a los acontecimientos de la reciente historia nacional.
Empezamos por pasar por alto que la explotación, acumulación y sus naturales consecuencias, como la miseria, hambre y analfabetismo constituyen manifestaciones de violencia. Que a su vez desencadenan respuestas en el mismo sentido.
Por supuesto, pudiéramos estar en presencia de un típico silogismo. Pues pareciera partirse de la prédica oficial, sobre la cual insistió mucho el presidente Chávez, según la cual, la nuestra es y sería una revolución pacífica. Se refería el presidente, más en lenguaje coloquial que otra cosa, que no se apelaría a elementos ajenos a la legalidad y menos a la brutalidad que irrespeta el derecho ajeno y los inherentes a la condición humana. O mejor, que desde el lado revolucionario no se haría uso de esa violencia mecánica, al margen del Estado de Derecho y excesivamente cruel e innecesaria, propia de los bandos de la derecha, destinada a mantener su dominio.
Pero en este momento, pasado todos los acontecimientos desde el caracazo para acá, para tomar una referencia temporal a manera de ejemplo, cabe preguntarse, si ha sido la paz el signo o circunstancia predominante en esa etapa de historia venezolana. ¿No ha sido acaso el dominio capitalista una permanente historia del predominio de la violencia?
Ese espacio histórico, él sólo, ha estado caracterizado más por la violencia que por la paz. Es verdad, que si hacemos un balance, la promoción de los hechos violentos evidentes, expresados en el uso de armas contra la persona física y los bienes, en determinante y apabullante medida ha surgido de la derecha o de las clases dominantes que se resisten al cambio. El gobierno y el movimiento popular lo que han hecho es defenderse y aplicar lo que mandan la constitución y las leyes.
El caracazo fue producto de la gestión rapaz de las oligarquías y los grandes grupos capitalistas que quisieron, con aquel plan o paquete neoliberal, sacarle el jugo a los venezolanos. Los muertos y heridos, que se cuentan por cifras superlativas, los produjo el Estado al mando de la derecha. Los hechos de abril del 2002, mediante los cuales se intentó deponer al presidente legítimo de Venezuela y los posteriores como la huelga empresarial y el saboteo a la industria petrolera, no fueron más que manifestaciones de violencia.
Son incontables los hechos posteriores como los sucesos en los cuales ha destacado la participación de “los manitas blancas”, sectores universitarios, marcados por la irracionalidad, renuncia al diálogo, deseo y disposición de destruir personas y bienes.
Los paramilitares de la hacienda Daktari, estuvieron en la misma agenda de los anteriores y también los hechos más recientes de abril de este año que dejaron, entre otros lamentables resultados, el trágico saldo de once muertos, que aún reclaman justicia.
De manera que la Venezuela de la etapa revolucionaria ha estado marcada por la permanente violencia de las clases que mantienen el status y se resisten al cambio y, no pudiendo hacerlo por medios democráticos, han apelado a lo que tengan a la mano. La violencia de la derecha o de los grupos dominantes de la economía, nacionales e internacionales, no es ajena a este proceso. Aunque uno pueda decir, con certeza, que esa violencia de la destrucción, aniquilamiento de personas y bienes, nada constructiva, no ha emanado del sector revolucionario o chavismo para ser más gráfico. Pues tampoco ella, por razones obvias, ha estado al servicio del progreso y el cambio; de lo creativo, sino de lo destructivo y la negación a mejorar al hombre y su entorno.
Pero sí podríamos ahora recordar a alguien quien dijo que el nacimiento a la vida era un acto de violencia. De una violencia creadora y hasta constructiva. Como también aquella vieja frase, según la cual, la violencia es la gran partera de la historia, la que contribuye a acelerar y dar formas a las nuevas realidades. La lucha de contrarios de la que habló Hegel, que Marx postuló de manera concreta en la lucha de clases. Es violencia; porque es violenta la circunstancia que la genera.
Es necesario separar la violencia que destruye y aniquila de aquélla creadora y transformadora.
En las primeras lecciones de derecho, en cualquiera del área académica, se habla del carácter coercitivo de la norma jurídica. Lo coercitivo está ligado, o es de por sí, una forma de violencia o manera de llamarla.
Cuando se elabora la norma jurídica, y más cuando ésta resulta de la demanda social por el cambio y la justicia, se está transitando el camino de la violencia, aquella que emana de la voluntad de las mayorìas. Cuando ella se aplica, por el Estado, por disposición de las demandas sociales y el bienestar colectivo, también se ejerce un acto de violencia creadora y constructiva. Por ejemplo, la ley de Pesca, como se le llama coloquialmente, nacida de una ancestral demanda conservacionista, llena de humanismo y justicia, dispone un nuevo orden, conducta y dispone sanciones para que ello se cumpla, no lo deja en el deber ser, envuelve un acto coercitivo o violento. Pone en mano del Estado un instrumento para obligar a cumplir el espíritu de la ley.
De modo que la violencia no es ajena a las relaciones entre los hombres; sólo que la democracia y el orden social, admite esa violencia para su conservación.
No se trata pues de apelar a una forma de violencia externa, para decir algo convencional, destructora y cruel, menos contra la condición humana, sino la que emana de la justicia y del orden legal creado para establecer relaciones armónicas. Para decirlo de otra manera, el Estado no tiene otra cosa que hacer, sino aplicar las leyes existentes, producir las nuevas que emanen de los principios constitucionales, con el fin de garantizar el avance del cambio y aplicarlas con toda la fuerza que ellas mismas generan.
Construir nuevas y más relaciones justas de producción, modos de distribuir los productos del trabajo que se correspondan con la participación y las necesidades del pueblo, dentro del marco jurídico, es un acto violento de creación, construcción de un estado permanente de paz y justicia.
Por supuesto – esto lo hemos dejado de último de manera expresa – asumir una actitud contra la impunidad de los violentos a ultranza en todos los sentidos y sin grandeza, de conformidad con lo que emana de las leyes ahora vigentes y las que hayan de nacer, siempre será un acto de justicia divina no exento de violencia. La violencia no es sólo una cosa de usar el fusil, machete o bayoneta para reprimir, muy del gusto y cultura de la derecha; pudiera ser intentar construir, o más bien un acto reconstructivo, habiendo otros instrumentos contundentes y legales para hacerlo.