Al contra-revolucionario, ¿cómo lo identificamos? ¿Cómo lo diferenciamos de los auténticos revolucionarios? Antes que nada comprobemos las raíces políticas de ese elemento. Cuál ha sido su pasado más reciente. Si viene de la IV República y ahora pregona el amor a la Revolución cuando antes condenaba el 4F, tendremos que someterlo al exámen del espíritu revolucionario. Pero también hay que evaluar a quienes, mimetizados, se autoproclaman más revolucionarios que todos los revolucionaros que luchan por instaurar el socialismo en Venezuela. En ambos casos, hay que determinar su gestión partiendo de los rasgos que caracterizan a la contrarrevolución para saber si realmente su sangre es revolucionaria.
La contrarrevolución es archienemiga de la revolución. Son polos opuestos, antagónicos, contrarios. Se repelen. El método de la contra-revolución es la acción cupular, sostenedora de la estructura establecida por la democracia representativa. La contra-revolución no aplica los mandatos constitucionales para transferirle el poder al pueblo. Por el contrario, ejecuta arreglos débiles a la legislación reformista para que no cambie nada. Su objetivo es usufructuar el poder y así acaparar beneficios para sí mismo y para los suyos, dejando solo migajas, lo residual, lo insignificante, para el colectivo.
El agente contrarrevolucionario es portador de la cultura neoliberal capitalista. Consciente o inconscientemente asume la racionalidad del capital, basado en leyes de la acumulación y el beneficio, como la base de su gestión. Se acopla a la cultura social que engendran esas leyes, las cuales no buscan cambiar la estructura de la IV República sino mantenerla. Por lo tanto, la acción reformista que emprende es generadora de alienación. Busca mantener la estructura heredada del reformismo, contribuyendo a que el colectivo pierda su conciencia crítica. El contrarrevolucionario engendra el clientelismo para que el pueblo no se ilustre, no cultive su capacidad de análisis creativo, sino que mantenga niveles de pasividad y tolerancia. Que se conforme con los bienes materiales que le dan, por la vía del clientelismo, para satisfacer sus necesidades mínimas pero nunca capacitarlo para que asuma la dirección de la sociedad.
Para el agente contrarrevolucionario, el pueblo no es un fin sino un medio. Su objetivo es satisfacer sus propias expectativas de poder y alcanzar riquezas individuales, haciendo uso de ese pueblo. No es su meta crear nuevas leyes que eliminen el clientelismo, ni fomenten la transferencia del poder al pueblo, ni que el gobierno sea instrumento de ese pueblo.
El contrarrevolucionario no rinde cuentas. No apoya el libre ejercicio de los Consejos Comunales ni que la comunidad ejerza la Contraloría Social, ni se organicen las Comunas ni mucho menos sustentar la toma de decisiones bajo el método de las asambleas de ciudadanos. El contrarrevolucionario no entiende que ya es el momento para que los partidos políticos cambien su estructura y se transformen en instrumentos al servicio de la comunidad organizada. El contrarrevolucionario no quiere trabajar por el cambio del Estado. No quiere que el pueblo sea quien tenga el poder. El contrarrevolucionario es un oportunista. No sigue la prédica de fomentar el poder popular, ni atender a los excluidos y desposeídos. Por todo esto, después de reflexionar al respecto y sacar sus propias conclusiones, reflexionamos cómo podemos hacer para que el 8D deje de lado a los contrarrevolucionarios y el Proceso inicie la etapa del cambio de estructura para avanzar hacia el socialismo y consolidar la Revolución Bolivariana. Aquel grito que tantro ha significado para la Revolución “Todo 11 tiene su 13” calza justamente en este tiempo de definición y cruce de caminos. El 8D tiene que asumirse como un 13/A.
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