Cómo sábese, nos hemos movido en un mundo bipolarizado alrededor de 2 (dos) concepciones filosóficas: la materialista y la idealista. La primera ha sido siempre mantenida por los verdaderos filósofos, por la gente desprendida de mentiras y triquiñuelas, de solidaridad con y ante los demás[1]. La segunda es la de mayor antigüedad, ya obsoleta, pero que sobrevive en la mente de quienes han visto como y hecho del prójimo una fuente de riqueza, o un enemigo.
Cuando un empleador burgués contrata asalariadamente a un trabajador, a este ve como una cosa que en lo adelante quedará subordinada a él, y sobre el resto de los trabajadores desempleados que tocan las puertas de su fábrica poco le importa si estos comen o no lo hacen. Obviamente, estos empleadores no conocen la solidaridad ni ven a las personas como un colectivo. Los equipos de trabajo dentro de su fábrica son meros engranajes técnicos.
Este empleador no sólo explota a sus trabajadores, sino que les brinda a todos un venenoso modelo de vida que suele ser clonado por esos mismos asalariados tan pronto se hacen de algún capital que les permita cambiar su rol, de proletarios a burgueses.
Mientras ese empleador se cuida de conservar sus equipos mediante adecuadas depreciaciones, poco le importa la vida del asalariado cuando este sale de la fábrica.
Con apego a la segunda concepción, se han formado todas las religiones tanto poli como monoteístas. Para el monoteísta es inconcebible ver ni atribuir el origen del mundo y de la vida en toda la población vegetal, animal o humana. Los idealistas han sostenido y creído que cada individuo puede y debe dar cuenta de sí, de su familia y que, por defecto, daría cuenta de toda la sociedad como un agregado de individuos, pero, no como una sociedad de mil cabezas ayudadas entre sí. Por esta razón, han atribuido a un ser imaginario, a un individuo superapoderado, la creación del universo y de su contenido.
Desde luego, el materialismo también ha experimentado cambios, desde el materialismo que separa y ve dos mundos, el material y el espiritual, y sólo ve el primero en sus cambios cuantitativos y lo señala como generador del otro; su premisa es: “Primero pensamos y luego somos”, frente al aforismo materialista y científico: “Primero somos y luego pensamos”.
Bien, el criterio burgués en materia económica gira alrededor de su convicción de que la ganancia, la utilidad, depende de los precios del mercado, que su fuente es el mercado. En este sentido, el empresario invierte en materia prima, y a esta revende a un precio mayor que el de su compra; compra maquinarias, y a estas revende a precio superior al de su compra, y por supuesto, compra la mano de obra, y a esta revende a precio superior al salario. Según ese criterio burgués, la plusvalía pasa a convertirse en una diferencia de precios de mercado, y no como valor agregado por la mano de obra en la fábrica antes de su venta en el mercado, no de reventa en este, porque mientras la fuerza de trabajo es comprada y revendida, la plusvalía es apropiada por el fabricante y vendida luego.
[1] Por ejemplo, los sacerdotes de la Antigüedad, como filósofos, pensadores e investigadores, descubrieron las condiciones atmosféricas que determinaban y precedían la lluvia, como gente que no buscaba la verdad para toda la sociedad, sino para su beneficio personal o de la clase sacerdotal de marras, tomó el canto, el baile y otras triquiñuelas para hacerle ver a los legos que ellos tenía el poder para hacer llover mediante toda esa parafernalia.