Desde los más antiquísimos prolegómenos mercantiles, desde aquella vieja lucha entre oferentes y demandantes, desde la llamada economía de trueque, desde allá viene la puja entre un vendedor proclive a vender a precio de oro y un comprador interesado en comprar a aprecio de gallina flaca. Desde esos tiempos hasta ahora, decimos, las transacciones de compraventa jamás han sido tan lisas, al punto de que, pongamos por caso, usted se entera del precio y este paga sin regateo alguno.
En esa puja siempre ha salido perdiendo y timado el comprado porque, mientras el comerciante puede esperar para vender sus mercancías duraderas y no perecederas cuando a él le convenga, el consumidor compra justo el día que más le urge la posesión de la mercancía en juego. Los inventarios en exhibidores son prueba del carácter leonino del comercio burgués.
“Lo toma o lo deja”, suele decir el comerciante cuando el comprador le pide rebajas sinceras y no falsas como esa de incrementar primero el precio y luego rebajar el nuevo precio en un monto tal que le garantice vender siempre a precio superior ante un ingenuo y mal informado comprador que tozudamente cae en esa trampa comercial.
Bien, con la flamantísima medida tomada por el gobierno nacional, a fin de aplicar y garantizar precios justos, una vez que el organismo o Comisión competente fije un precio a determinada mercancía, para determinado tiempo y lugar, ese precio será respetado por ambas partes, so pena de que se declare nula la transacción del caso.
Dado que es posible que el comprador convenga en un sobreprecio por debajo de la mesa para que el precio regulado aparezca sólo nominalmente en la factura, entonces, allá él, allá esos disgustados que como clientes enemigos del Estado, quienes para demostrar su carácter burguesoideo prefieren comparar bien caro con tal de que sus vecinos y amigos no le digan que él es pobre ni tenga que visitar los mercados de pobres.
