Entendamos que la disposición de un techo para los alquileres de los locales comerciales es una medida transitoria ya que tales costos, si a ver vamos, no deberían ser cargados al precio de venta[1].
Este es el caso: científica y técnicamente hablando, al consumidor le resulta completamente indiferente comprarle al comerciante establecido en un local de lujo que en otro a cielo abierto[2], en una plaza pública, sobre mesas limpias aunque estas estén sobre un tierrero.
Los locales, como tales, son como los bolígrafos con los que escribimos: su calidad, forma y presentación para nada ni en nada modifican el sentido ni la importancia de la escritura correspondiente; son como las agujas con que se cosan nuestros vestidos las cuales podrían indiferentemente ser de metal feble, de oro o de acero inoxidable, sin que por esa diferencia metálica unos resultaren más costosos que ostros.
En todo caso, pues, lo que sí debería tomarse en cuenta es el transporte, la utilidad temporal, así llamada, pero la utilidad espacial no necesariamente supone exhibidores suntuarios ni exquisitos, ni un personal lujosamente ataviado, ni alfombras y alfombritas, como tampoco azulejos varios.
Esta práctica decorativa sólo ha buscado subas del costo de vida, según las diferenciaciones de precios permitidos por el enfatuamiento de la mediana burguesía, tan encopetada como lo ha sido, en el bien entendido de que será presa fácil de semejantes artilugios comerciales[3].
Porque estos refinados clientes han terminado creyendo que, pongamos por caso, la leche o el cuaderno, el calzado, el vestido, el papel sanitario o los plátanos comprados en una MALL son más útiles que los comprados en la modesta bodega de la esquina o en los establecimientos frecuentados por los “pobres”. Eso no ha sido más que una oprobiosa y lamentable discriminación social coadmitida por gente con pobres valores de solidaridad humana, de esas refinadas personas que han estado creyendo que se podría defecar por encima del ano, que les hiede la gente con menor poder económico como si la pobreza fuera contagiosa.
Los lujos de ciertas oficinas presidenciales, gerenciales, administrativas y afines tampoco deberían formar parte de los costes primos. Para que seamos coherentes con esas discriminaciones de una parte de la demanda respecto de otra, el subsidio a ciertos bienes de la cesta básica no podría ser extensivo a toda la población ya que esa parte infatuada de la población, si a ver vamos, la ha estado comprando con disgusto.
Por su parte, las subvenciones o socorros financieros y otras modalidades de ayuda a algunos pequeños y medianos empresarios debería ser rigurosamente estudiados ya que algunos beneficiarios suelen dedicar buena parte de su patrimonio o tras actividades muy rentables, mientras en paralelo usan los elásticos y blandos créditos de un Estado que los ha venido favoreciendo y resultado burlado en numerosas ocasiones.
Es más, resulta un cuestionable contrasentido socialista eso de dotar de capital privado a quienes se dedicarán a explotar asalariados. De allí que estas subvenciones requerirían regulaciones muy especiales.
[1] Circulan libros de Economía donde el costo del local propio debe cargarse mensualmente, según la vigente tasa de interés bancario, porque supuestamente se trata de un capital congelado que deja de ganar la renta que obtendría depositado en la banca o aplicado a otros procesos productivos. Sobre esa base, los constructores de los llamados “malls”, pongamos el ejemplo, se muestran muy despilfarradores de espacio, estacionamientos, y hasta zonas “verdes” porque mientras más costosas salgan esas edificaciones, más elevados serían los cánones de su arrendamiento, ya que perfectamente los inquilinos los trasladarían al precio del pasivo y paciente consumidor.
[2] Caso de los operativos de Mercal, Pedeval
[3] “Con mi arroz especulativo no te metas” es una frase que se ha inscrito en la etología humana criolla que refleja la conciencia irracional de cierto segmento social no afín al presente proceso revolucionario.