Pareciera, según habituales comentarios de gente de diferentes edades, los viejos gustan ir con demasiada frecuencia al banco.
El comentario, valedero o no, se suele asociar a la manía, ya desfasada por la tecnología, de “ir a contar los reales” o saber “si ya me depositaron”.
Quienes tal manía tienen, por lo general han alegado que más por las razones anteriores, lo hacen porque ese sitio es como un punto de encuentro con viejos amigos y mucho lo que se goza hablando de las cosas pasadas, mientras se hace la espera, aunque lo cola sea de la tercera edad. Lo que pareciera ser un viaje al pasado, encuentro de los camaradas de antes y agradables recuerdos de la juventud.
Todas esas cosas pudieran ser ciertas. Pero no es esa la razón por la cual, con alguna frecuencia, no en demasía, acudo al banco. En primer término, como jubilado, sé bien el ritmo – 10 y 25 de cada mes - y cuantía de mis depósitos. Además, tengo acceso a recursos tecnológicos suficientes para informarme de los necesarios detalles acerca de lo escaso de “mis ahorros”. Pero en verdad, por desconfiar de las tarjetas de débito, trámites por internet y necesidad de sacar lo pertinente para los gastos de mi casa y personales, suelo ir al banco de vez en cuando y lo hago con placer, como a algunos de los abastos cercanos a mi casa; y hasta recorrer el boulevard de Barcelona, porque en esos espacios escucho conversaciones que me nutren del pensamiento del común de la gente sobre política, gobierno, oposición y otros interesantes asuntos, humanos y divinos. De ese contacto, obtengo información y opiniones de mucho valor que ratifican el alto nivel de conciencia del venezolano común sobre el proceso histórico global, aparte de las ideas de eso que por comodidad comunicacional llamaré arbitrariamente cosas comunes.
Pero quiero mencionar expresamente como, en esos espacios, escucho las cosas más jocosas que uno podría imaginarse.
En mi caso, vivo en Barcelona, el crecimiento inusitado, violento de la ciudad, ha multiplicado la población y parido innumerables agencias bancarias; lo que hace poco frecuente que uno halle algún viejo colega, compañero de trabajo, de militancia y hasta superficial conocido; de manera que si por eso fuera, no iría nunca al banco. En cambio, en los abastos cercanos, si hallo gente conocida; las he visto por años, pero “por curpa de Chávez”, pese la proverbial discreción que asumo en esos espacios, donde acude mucha gente “de la crema”, poco converso sobre asuntos políticos, por temor a la manifiesta indiscreción y predisposición rabiosa de ellos. Quienes, acicateados por los precios, no paran de rabiar. Pese a que, ¡vainas difíciles de entender!, para un recién llegado, en la Venezuela de hoy, los precios les molestan, pero aplauden la especulación y a quienes les especulan.
No obstante, por razones obvias no puedo dejar de ir al banco y al abasto. Pero tampoco quisiera dejar de visitarlos; ir a esos espacios me agrada, me reconforta, hasta me produce alegría y me sirven de fuente de información acerca de la que la gente piensa, sus argumentos, de los que repiten y por encima de todo, hallo en ellos fuente inagotable de chistes bajo el disfraz de “enjundiosas opiniones acerca de la realidad nacional”. Porque, ya no se trata únicamente – es lo menos que encontramos - de viejos colegas o amigos de antaño hablando de sus antiguas andanzas, sino enconadas discusiones políticas o simples exposiciones de inconformes quienes, no importa si son viejos o jóvenes, creen hallar la explicación a los problemas existentes, en realidades de los tiempos de cuando los “perros se amarraban con chorizos”. Además prevalece en ellos la idea que vivimos en medio de un volcán en erupción y cada quien apela al ¡sálvese quien pueda! Creo que a eso le llaman paranoia.
¡Vaya allí con la mente abierta, sin predisposición, deje a los otros que hablen - los nuestros se defienden bien, con alegría- y experimente el placer de sesiones de humorismos “en vivo y en directo” y sin costo alguno!