Elecciones legislativas en Venezuela: una lección para mentirosos y cojos

El clavo ardiendo de la abstención

A la engrasada máquina de propaganda capitalista se le ha oído chirriar durante esta semana por culpa de las elecciones legislativas en Venezuela. Una abstención del 75% ha facilitado el único asidero posible para lanzar un nuevo ataque contra el proceso revolucionario venezolano.

El uso de este dato ha permitido dar cobertura y legitimar la estrategia de algunos partidos de la oposición que, ante su inevitable debacle electoral, decidieron en el último momento retirar sus candidaturas con el objetivo de desestabilizar el proceso democrático de su país.

Aunque sus denuncias de falta de garantías no fueron apoyadas por ninguno de los grupos de observadores internacionales, su ausencia habría sido un intento de lanzar la acusación de ilegitimidad sobre los resultados. Apoyados por las multinacionales de la (des)información, se permitieron cuestionar el proceso electoral y declinar su participación en él, pese a que el Consejo Nacional Electoral de Venezuela accedió a todas las demandas que habían solicitado.

Acción Democrática (AD) y COPEI son los restos de la felizmente fenecida Cuarta República. Sus nombres están ligados a la corrupción y al terrorismo de Estado. Durante cuarenta años se alternaron en el poder vejando la democracia, amañando elecciones y comprando votos. Pero aún conservan el apoyo de todo el aparato mediático del capitalismo, como se comprueba con argumentos como los de El País:

Chávez afronta una escasa participación
[…] la retirada unilateral de las fuerzas antichavistas por considerar que no había garantías de limpieza electoral dejó los centros de votación semidesiertos...

O La Vanguardia:

Venezuela camina hacia el totalitarismo
[…] Las legislativas de hoy maquillarán de democracia el régimen de Chávez.

Por citar sólo dos de entre decenas del mismo corte.

Estos partidos, que llegaron a juntar en su máximo histórico (1988) el 93% de los votos en unas elecciones, comenzaron su declive en 1993 hasta llegar a tener menos del 1% en las últimas elecciones presidenciales de Venezuela en 2000.

Precisamente en 1993 fue elegido presidente Rafael Caldera, fundador de Copei aunque expulsado del partido, gracias al apoyo de casi el 15% del electorado. En 1998, AD ganó por última vez unas elecciones legislativas y lo hizo con los votos del 11,24% del censo electoral. En 1999, estos dos partidos históricos darían un paso más en su tránsito a la posteridad al reunir ambos el 11,31% de los votos.

Nada de eso motivó nunca la más mínima crítica, o falta de legitimidad popular, por parte de los grandes medios y los gobiernos extranjeros. Y ahora que se han convertido en fuerzas extraparlamentarias el secretario general de Copei, César Pérez, asegura que pese a saber “que ningún tribunal del país nos dará la razón, se agotarán los mecanismos jurisdiccionales (nacionales) para luego ir a los internacionales". Es decir, denuncian la nulidad del proceso electoral y lo mejor de todo es que la prensa se hace eco de la noticia dándole espacio y cobertura. Al parecer cuentan con más legitimidad que los observadores de la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Unión Europea (UE).

Incluso el Gobierno de EEUU ha manifestado su preocupación porque "el nivel de abstención fue muy alto" y eso, unido a las manifestaciones de preocupación de destacados venezolanos, "refleja una amplia falta de confianza en la imparcialidad y la transparencia del proceso electoral", afirmó ayer Adam Ereli, portavoz del Departamento de Estado.

Lo cual demuestra que el cinismo del gobierno de EE.UU. es casi mayor que su desvergüenza. Porque sin entrar a valorar el pucherazo electoral de George W. Bush, habría que preguntarse si fue legítima la “victoria aplastante” de Reagan en 1984 con menos de un 30% del electorado, o cómo se interpreta bajo su óptica que en 1994 la victoria de los republicanos en el Congreso se lograra con el apoyo del 17% de los ciudadanos con derecho a voto, por no hablar de la abstención media en EE.UU. que en elecciones legislativas ronda el 70%.

Por cierto ¿alguien recuerda críticas al paramilitar colombiano, Álvaro Uribe, cuando ganó sus primeras elecciones con un 80% de abstención?

También se podrían traer a colación aquí las últimas elecciones para el Parlamento Europeo, en junio de 2004, donde sólo votaron un 28’7 % de los electores de los diez países recién incorporados. En la República Checa se consiguió un meritorio 29% de participación, eso sí, después de alargar la jornada electoral durante dos días. En el caso de Polonia, con una abstención de casi el 80%, el partido del presidente fue votado sólo por el 11%, lo que significó el apoyo de uno de cada cincuenta polacos. Y en Francia, el partido del presidente Jacques Chirac juntó el 16% de los votos con una abstención del 70%, es decir un 4’8% de los franceses con derecho a voto apoyaron al partido de su presidente. Todo un ejemplo de legitimidad.

Pero en cualquier caso, el uso de todos estos datos no deja de armar una argumentación un tanto hueca. Porque el problema de fondo es que de ese modo se entra a debatir con el enemigo utilizando una terminología interesada y fraudulenta.

Desde luego que el sólo uso de los porcentajes electorales para tildar de legítimo -o de lo contrario- a un gobierno o Parlamento no deja de ser muy limitado para esta tarea, aun reconociendo la hipocresía que, como se ha visto, existe a la hora de calificar diferentes gobiernos. Pues lo cierto es que esta legitimidad no sólo se gana con la participación en las urnas sino también -y sobre todo- con la acción política desarrollada.

Contra los formalistas que consideran la democracia como un simple método, o un medio para conseguir ciertos fines, están los que la valorizan uniendo fines y valores. Los primeros la utilizan como un dispositivo administrativo con el cual decidir “democráticamente” -por ejemplo- si habrá que perseguir a los cristianos, enviar a las brujas a la hoguera o exterminar a los judíos. Los segundos comprenden que la democracia no es únicamente un procedimiento formal sino un proceso de actuación y de consecución de objetivos mediante la participación real y efectiva de la sociedad. Y es precisamente en la andadura de ese camino, en el trabajo constante y continuado, donde se consigue la legitimidad popular.

Un planteamiento éste situado en las antípodas de lo que preconiza el capitalismo democrático, cuya legitimación es únicamente una línea: la consulta electoral. Y una vez superada ésta hay cuatro años (o cinco, o los que sean) de carta blanca para hacer y deshacer al antojo del gobernante de turno, sin interferencias de los gobernados. Pues hasta en esto, la Venezuela bolivariana da una lección de honestidad política, contemplando la figura del referéndum revocatorio con el que poder finalizar el mandato del presidente si se considera así por el pueblo.

Sólo entendiendo el punto de vista del capitalismo se puede comprender que en 1934 el entonces embajador norteamericano en Italia, Franklyn D. Roosevelt (y más tarde presidente de su país), se mostrara entusiasmado por el “nuevo experimento de gobierno” del fascismo, que “funciona de la manera más exitosa en Italia”. Cuando los fascistas ganaron con el 99% de los votos en las elecciones de ese año, el Departamento de Estado concluyó que los resultados “demostraban incontestablemente la popularidad del régimen fascista”. Mussolini era para Roosevelt un “admirable caballero italiano”. Y Hitler también fue descrito como un “modelo” que debía ser apoyado contra los extremistas de ambos lados. Luego vendrían otros “moderados” y “caballeros” tales como los Somoza, Duvalier, Suharto y Marcos, entre otros. Pero esa es otra historia. La historia de los más grandes mentirosos, que cojean de fascismo (de las dos piernas), y que ahora la han tomado con la Revolución Bolivariana de Venezuela.


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