Desde los orígenes fundacionales de la sociedad humana, los patriarcas jugaron indistintamente esas dos funciones en la defensa, protección y desarrollo de las primeras formas familiares, funciones sociales que fueron perfeccionándose hasta llegarse a la sociedad moderna donde la complejidad de las relaciones sociales y laborales dieron nacimiento a las instituciones autónomas que componen el Estado actual, con ciudadanos, trabajadores, empresarios y jueces por un lado, y militares por otro.
Nos acostumbraron a mirar a los militares en un lado y a ciudadanos en otro, bajo una supuesta división de roles que vino reservando la custodia del Estado en manos de los primeros, y un descompromiso antipatrio por parte de los segundos. Los deberes y obligaciones ciudadanas fueron divididos cual mercancías de un inventario en el cual unos se ocupan de alguna función en las variadas instituciones burocráticas, otros en las variopintas clases de trabajos “civiles” como productores de bienes para su distribución y venta, y los demás como militares y policías.
Ese fraccionamiento de las funciones sociales ha venido a representar una suerte de antónimo de patriotismo, al puno de que los comerciantes, por ejemplo, no tienen nada qué ver con los asuntos políticos ni los trabajadores con estos ni con los burócratas, y mucho menos con los militares. Al extremo de que unos tribunales se ocupan de una particularísima querella ciudadana, y los militares han gozado de tribunales autónomos, cosas así.
En fin, toda una división social y mercantilizada de partida dentro de una atmósfera carente de solidaridad ciudadana, y con lo cual la función principal y originaria del patriota quedaba fraccionada en mil pedazos, desde luego para esa conveniencia subyacente en favor de países y naciones conculcadoras de los derechos de los demás y contra las cuales, precisamente, Bolívar luchó, obviamente como como militar, pero también lo hizo como gran e insigne pedagogo civil, como literato a toda prueba, como ciudadano.
Súmese a esa perversa división mecanicista lo que la Presidenta Cristina Fernández apunta en un pasaje del film “Mi amigo Hugo”: que las más feroces dictaduras sufridas en nuestros países, luego de su Independencia, fueron desempeñadas por militares o “gorilas” uniformados, lo cual obraba en desventaja para militares de la intachable talla humanista del Presidente Chávez.
El caso de Simón Bolívar, muy semejante al de todos los héroes que dieron nacimiento a las primeras formas de independencia nacional aquí y allá, nos lo vendieron más como militar que como ciudadano; tal es el sentido reivindicado por Hugo Chávez cuando se señala que él logró bajarlo del mármol y del bronce frío, inmaterial y deshumanizado. Bajó a Bolívar de allí y también al resto de nosotros mismos.
Efectivamente, en la literatura bolivariana sólo leíamos a un Bolívar vestido de guerrerista cuyas luchas se habrían reducido a la defensa de la patria natal americana, indígena e híbrida formada por varias tribus y reforzada por gente venida de otros continentes. Un Bolívar que supuestamente se mantuvo al margen de la solidaridad conciudadana.
Nada más falso porque el patriotismo, más bien, esa mezcla inextricable de funciones ciudadanas las cuales podemos desempeñar indistintamente tan pronto conozcamos las especificidades técnicas que tiene que conocer hasta el obrero más sencillo para poder ejercer bien sus obligaciones laborales y patrióticas.
Chávez, jugó perfectamente esas dos, esas tres y más posiciones “: La militar, la civil, la pedagoga, la de estadista, la de consejero, pero sobre todo la de reivindicadora de Bolívar y del resto de los próceres y héroes americanos como ciudadanos interesados y luchadores contra la desidia, contra la ineficiencia, contra la indiferencia o el desamor ciudadano, contra la corrupción, contra la opresión propia y ajena, roles que se resumirían en funciones civiles y militares de un mismo ejército nacional y supranacional, de pequeñas y patrias grandes.