La mujer terminó de dar el último golpetazo sobre la piedra lisa como una bola de cristal, mientras el agua del río arrastraba sus últimos pensamientos. Se echó sobre su cabeza la vasija con la ropa, impecablemente lavada, y se marchó tarareando una canción.
Mi madre, era mujer corajuda, de aquellas mujeres de armas tomar. No firmaba, como las demás mujeres, sino con una cruz. No leía, pero tenía la intuición de un búho viejo. Parecía que viendo a los ojos a las personas leía historias escondidas. Ella, descubrió que yo debía servir para algo en la vida. Por eso se partió el lomo lavando ropa ajena sobre una piedra abierta al cielo, del río cercano a la casa. Fue así como me hizo estudiar mis primeras letras bajo un frondoso mango que se le salían por las conchas viejas y secas los setenta y cinco años de edad. “Estudia, hijo. Nunca deje de estudiar. Para que sea un hombre de bien. Para que naiden me lo venga a negrear”.
Fue así como inicié mi carrera de estudiante. 13 años y unos meses después estaba en la universidad. Era un joven orgulloso de mi procedencia. Y cada vez, cuando me embargaba la nostalgia, me dormía con los recuerdos alborotados de mi infancia. Recordar es vivir intensamente, y los minutos se transformaban en una historia larga, cargada de vivencias, donde no faltaba el ladrido lejano de un perro y el acostumbrado aviso del gallo anunciando, con alegría o tristeza, el nuevo amanecer. Había veces que despertaba sobresaltado, después de haber estado montado sobre un caballo, cabalgando bajo los cielos de la llanura. Eran sueños breves. Siempre anhele un sueño largo e intrincado.
De pronto, no sé cómo, desperté en una calle trancada por unos estudiantes, yo entre ellos. Me asusté. ¡Carajo! ¿Qué vaina es esta?, me dije a mí mismo. Pero era yo. Intenté buscar una explicación sin encontrarla. Era el hijo de mi madre, y la recordé. “Mira mijo, estudie, no deje de estudiar. No pierda el tiempo, ni se deje llevar por amiguitos. Recuerde siempre de dónde venimos, pero sobre todo hacia dónde va usted. Eso es lo que importa”.
Por eso pregunté ¿qué vaina es esa? ¿Qué es esto? Y me dijeron que eso era una guarimba para tumbar al gobierno. Y trate, sin conguirlo, cómo era que yo estaba con unos jóvenes que no conocía.
Indagué de dónde eran los cantantes, mejor dicho de donde eran los guarimberos. El silencio fue la respuesta. Me intrigó aquel mutismo. Busqué la amistad de una guarimbera, y le pregunté: ¿Qué buscamos con estas vainas? Yo hablaba como si formara parte del grupo. “Puedes confiar en mí”, le dije. Y le solté: ¿Quién manda aquí? ¿Quién es el jefe?” Y me respondió: No preguntes mucho. Es peligroso. Nosotros no sabemos nada. Sólo estamos aquí cumpliendo con un compromiso, ¿tú sabes? Se trata de dinero. Nos pagan 5 mil semanales. Pero más nada. Ni siquiera nos conocemos entre sí. Unos vienen del Táchira. Otros de Mérida. Algunos de la frontera, mejor dicho del hermano país. Pero aquí, en el terrero, somos como hermanos. ¿Me entiendes?
En los días sub siguientes la relación se estrechó. Ella comprendió que yo no pensaba con el resto del grupo. Un día me soltó: ¿Eres rojo? “¿Qué quieres decir?”, respondí. “No te hagas el loco, tú eres rojo rojito… tranquilo somos amigos… Yo tampoco comulgo con estos locos, mata perros, drogadictos y criminales, que estudiantes no son. Los estudiantes verdaderos somos seres con el alma blanca, llena de sentimientos nobles… ¿No te parece?
Las horas nos parecían días. Habíamos acordado escaparnos de la guarimba, pero no llegaba la hora. Las cosas parecían complicarse. Surgían inconvenientes. Pero surgió también el amor a primera vista. Éramos cómplices de un gran secreto. De pronto desperté sobresaltado sobre mi cama. Busqué a la guarimbera en el cuarto y sufrí una gran decepción al percatarme que todo había sido un sueño.