En el ya anquilosado Contrato Social rusoniano, los procesos del ejercicio o concreción de los poderes convencionales del Estado burgués son diferentes y aparentemente autónomos, aunque entre sí guarden una correlación de complementariedad lógica, procedimental y consecuencial: Primero se legisla, luego se ejecuta y finalmente se juzga.
En esas escalonadas fases, con todos sus protocolos, se le puede ir la vida a la víctima o al victimario, y los legisladores, ejecutivos y judiciales suelen seguir tan campantes como si nada.
Es que esa secuencia temporal cruza cada uno de los poderes: Por ejemplo, primero se ordena la ejecución de la ley, luego se edita ese ejecútese y finalmente se aplicaría la ley, el decreto o la disposición legal a que hubiere lugar.
Durante todas esas fases protocolares, particularmente los victimarios con poder económico, saben arreglárselas para evadir la justicia, ¿cómo?, sencillamente entrabando su proceso con miras al hallazgo de uno que otro vendedor de la mercancía que cada burócrata representa cxomo personalidad importante en esa cadena estatal, aun sin proponérselo, principalmente cuando estos representan al poder judicial en cualesquiera de sus variadas instancias.
En una sociedad burguesa, nada escapa a su conversión en mercancía, razón por la cual, es muy raro que un poderoso purgue cárcel[3], por lo menos, no en sociedades con marcadas cargas de alienación proletaria y harto respetuosas del poder ejercido durante siglos por los amos del poder del Estado burocrático, más allá del de los amos del valle.
[1] Si este poder judicial resulta determinante para la aplicación eficaz de penas y beneficios, según el caso de la víctima o del victimario, es obvio que el corruptor dirija hacia él todo su poder corruptivo, de tal manera que bien podríamos disponer de poderes Ejecutivo, Moral y Legislativo cuasiperfectos, pero como al final todo proceso político, civil, penal, privado o público desembocan en las manos de un fiscal, de un magistrado, de un bufete, de un abogado, de perogrullo todos los mejores y mayores esfuerzos diligenciales ejercibles ante los otros poderes en la chiquirritica pueden resultar perfecta e increíblemente inútiles. Y es así cómo la división de los poderes públicos pudiéramos entenderla como la forma más elevada del divisionismo capitalista, del d. burgués, ya que el poderoso económico, quien se halla en el piso estructural de la sociedad, si perdiere frente a las leyes y sus legisladores, si lo hace con los ejecutivos del poder correspondiente, acudirá entonces ante el Poder Judicial o lo haría con prioridad y alta probabilidad de éxito porque allí suele despacharse y darse el vuelto, ya que estos burócratas son altamente susceptibles de venalidad monetarizada, son perfectamente convertibles en mercancías, y como tales tienen un precio. Dejamos salvas las raras excepciones para esta debilidad burocrática propia de todos los poderes políticos burgueses. Esto es tan cierto que hasta se ha llegado a pensar, o sea, idealistamente, que el Poder Judicial sea autónomo y que priva sobre el resto de los poderes estatales, cuando que realmente todos los demás poderes políticos son de parafernalia y se hallan en las manos del poder del billete, del poder económico que, curiosamente, no aparece como poder político, y como se halla en el piso de la sociedad pareciera que es un pobre poder. Esto no llegó a comprenderlo Juan Jacobo Rousseau, porque sencillamente la estructura económica , base de toda sociedad, fue un hallazgo de Karl Marx, una verdad que ningún idealista ha podido ni podría comprenderlo ni asimilarlo bien, porque sencillamente ser idealista es estar desactualizado frente a la cosmovisión materialista del mundo que es lo último en materia filosófica y cognoscitiva.
[2] Cuando Karl Marx definió la riqueza de las sociedades burguesas como un agigantado depósito de mercancías, según la versión cartaginesa, y como un enorme arsenal de mercancías en la versión cubana, se refería a que no sólo son mercancías los bienes producidos por los asalariados, sino que estos mismos así como las personas en general, sin distingo de clases sociales, son susceptibles de compraventa; tienen un precio a cambio de la utilidad que puedan venderles a los amos del poder, a quienes tengan solvencia monetaria.
[3] La connotada y tomada Torre de la Bastilla era usada como hotel de lujo por aquellos aristócratas cuyos gravísimos delitos terminaban repudiándolos hasta sus familiares más afectados. En sus barrocas y lujosas instalaciones, los delincuentes se la pasaban de lo lindo, como si estuvieran haciendo una travesía turística, todos cordializaban, jugaban, bailaban y todo lo demás como si se hallaran tan libres como fuera de sus muros. En paralelo, los plebeyos, bolsas y pendejos en general purgaban delitos cometidos, y hasta siendo inocentes, en pestilentes tugurios, porque las cárceles de un poderosos no puede ser igual a la de los débiles. Hasta allí se respeta la división de clases imperante.