Con la presente “guerra económica” declarada abiertamente por la burguesía contra la presente Administración Pública[1], contra el gobierno actual, estamos en presencia de una no menos clara defensa del comercio burgués ante los abusos del comerciante burgués de mayor rango económico.
Efectivamente, el gobierno regula los precios de venta del detallista al consumidor final: para lograrlo, no sólo prohíbe precios injustos, sino que le está haciendo seguimiento a toda la cadena de intermediarios comerciales que son los acaparadores de oficio, y a los fabricantes que minimizan su oferta, a los especuladores que manipulan precios inflacionarios despegados de la estructura normal de costos.
Durante el Medioevo medio, ya aburguesado, se procuró obligar al campesino a colocar directamente su producción en los establecimientos detallistas o mayoristas bastantes cercanos al consumidor final.
Venimos sugiriéndole al Estado que monopolice la oferta del capo y de muchas fábricas, así como las importaciones, de manera tal que resulte minimizada la injerencia inflacionista del intermediario especulador y beligerante que hasta hoy mantiene esa guerra económica declarada contra el pueblo.
Se trata de una guerra económica que caracteriza a toda la clase burguesa, habida cuenta de que fabricantes, comerciantes y banqueros capitalistas no funcionan al servicios del pueblo, sino contra del mismo en el sentido de que sólo ven clientes en cada consumidor, en cada ciudadano.
Ese ventajismo de los burgueses viene dado porque mientras los capitalistas operan con valores de cambio, con precios de compra y de venta, los consumidores sólo operan con valores de uso, o sea, el fabricante invierte dinero para retirar más dinero, mientras el consumidor final cambia dinero por bienes útiles de su cesta básica.
Al fabricante y comerciante poco les importa los precios de sus costes de fabricación y de compra en general porque a estos traslada con creces al precio de venta. El resultado es su enriquecimiento.
El consumidor no puede negarse a pagar precios injustos porque el hambre no admite espera, y sólo deja de comprar cuando ve agotados sus bolsillos. El resultado es la subalimentación que termina padeciendo.
[1] Este tipo de guerra no es nada nuevo. Ya desde el siglo XII de nuestra era, los intermediarios entre el campo y las “villas” o burgos incipientes, poblados de trabajadores libres, artesanos y mercaderes, optaron por acaparar o recortar la oferta del campo comprándola por anticipado tan pronto se cosechaban sus productos. Los administradores municipales de marras dispusieron normas regulatorias contra esa guerra comercial para proteger a los comerciantes menores y a los artesanos; así nos lo revela Henri Pirenne en su Historia Económica y Social de la Edad Media.