Mi amiga Marita me envía un mensaje donde me felicita por mi artículo de prensa al tiempo que me indica que conoció una nueva palabra, demiurgo. Su mensaje me deja varios días reflexionando sobre ese mundo tan extraño y a la vez cotidiano, como lo son el lenguaje y las palabras.
Pienso en los primeros tiempos cuando en la conquista y luego, la colonización de lo que hoy conocemos como Venezuela los españoles mantenían una especie de censura sobre el idioma. Había una práctica idiomática que usaban los blancos peninsulares y sus descendientes. Esa lengua regía la vida colonial y se registraba en los libros oficiales y también sagrados. Se recitaba en conventos y cabildos.
Pero también existía la otra lengua, esa de las orillas, que en boca de pardos, negros e indígenas, registraba la vida cotidiana y nombraba el asombro de un mundo que aparecía en la mirada, en los gestos, ademanes, y en la degustación, como en las primitivas tortas de erepa, también llamada areppa, de voz indígena.
A través de los siglos se ha ido construyendo una memoria cultural donde el ser venezolano y lo venezolano, encuentran su mayor y fundamental riqueza en la memoria de la oralidad.
Esa fuerza inconmensurable de la oralidad es lo que hoy nos mantiene vivos. Ligados a un gusto por la tierra y sus riquezas naturales, de donde nos viene la sabia manera de mantener en la memoria el gusto por eso que nos permite abrazarnos alrededor de nuestro plato gastronómico por excelencia, la arepa.
Y la arepa es sinónimo de oralidad, de fogón, de cosa antigua pero al mismo tiempo presencia obligada en esta era de la alta tecnología y el ciberespacio.
Apenas hace un par de siglos entramos en la memoria escrita, en eso del lenguaje fijado en blanco y negro a través de la escritura.
Pero la memoria oral, esa de la palabra traslúcida, esplendorosa y sabia, ha sido por milenios nuestro otro pan, nuestra otra tortilla, que nos acompaña eternamente en la construcción y reconstrucción de nuestra ancestral historia cultural de las experiencias de nuestra cotidianidad.
A través de la oralidad boga un alma que traza nuestro destino común en la esencia de nuestro alimento primario. La arepa nutre el cuerpo pero a la vez nutre el alma porque es ostia que recibimos para comulgar-comunicar la íntima felicidad que es recuerdo ancestral.
El sabor de la arepa recuerda aquel que es piel de un dios incrustado en nuestro paladar. Por eso la cultura venezolana se degusta en sus sabores primarios, como la arepa. En ella existe la huella donde encontramos el camino a lo que hemos sido, somos y seremos. En ese círculo blanco con incrustaciones negras, cabemos todos.
Nuestra historia, nuestra cultura están resumidas en un grano de maíz, amasado con agua y sal de esto que nombramos arepa.
Hoy conocemos el poder de la historia cultural. A través del estudio de la vida cotidiana, conocemos e interpretamos los rasgos, detalles y maneras como nuestros antepasados transitaban las horas en su manera ordinaria de vivirlas. Esos instantes son destellos en la eterna manera de ser y sentir el gusto por la vida y sus entornos.
Y mientras reflexiono sobre las palabras, ninguna encuentro tan clara, pegajosa y oportuna para usar como gran demiurgo, que esta simpleza llamada arepa.
Olorosa a carbón y enmantequillada. Ora asada o también frita. Acompañada en nuestra pobreza con guarapo o guayoyo. También engalanada en su riqueza a lo reina pepiada, con jugo de fresa y hasta con vino tinto. En todas sus formas siempre visualizamos en su nombre la infinita presencia de una sencillez que será la marca eterna de la cultura venezolana, construida en su cotidiano trabajo de manos que amasan esta generosa existencia tan grandiosa de ser venezolanos.
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