Los
saltos históricos suelen producir incomodidades. Para confirmarlo no
hay que ir tan lejos ni invocar los capítulos más drásticos (por
ejemplo, la Venezuela en proceso de independencia, con su espantoso
balance: muerte de 75 por ciento de la población), sino echar un simple
vistazo a las expresiones palpables de ese tema universal, que el saber
popular ha sintetizado en un dicho no exento de crueldad: “Todo el que
va a morir patalea”. Ya se dijo antes muchas veces y de muchas formas,
pero hay que volver a ello: el motor que mantiene en movimiento a la
humanidad, el largo viaje de la barbarie a la justicia social, tiene su
combustible principal en la lucha entre las fuerzas que pugnan por
renovar a las sociedades y las que pretenden estancarlas para que les
proporciones privilegios a unos pocos.
No
nos extrañe entonces “esto” que pasa en Venezuela; el que haya fuerzas
halando hacia atrás es precisamente un síntoma de esa dinámica
inevitable, no una situación rara por la cual haya que extrañarse y
mucho menos despavorirse. ¿No? ¿Y los riesgos del golpismo y el
gringuismo? Adelantémonos entonces al final de esta película, con otro
dicho sabio de autor anónimo: los buenos siempre ganan.
El
año que transcurre y la fecha que nos convoca (año electoral; 4 de
febrero) son un buen momento para dar una necesaria ojeada atrás, hasta
1992 y sus periferias, para remontarnos al origen, no de la Revolución
Bolivariana, sino de la naturaleza y características de la oposición.
Revisar los argumentos a los cuales les han echado mano para tratar de
satanizar este proceso puede ayudarnos en una tarea fundamental, como
lo es el convencernos de que el adeco, opositor, derechista,
antichavista de corazón, es alguien destinado a quedarse en el pasado,
porque está seguro de que sus intereses, sus valores, su visión del
mundo son el futuro.
El espíritu del 92;
el espíritu de “La Bicha”
Ya
casi resulta ocioso y pueril relatar cuánto daño, cuánta bulla y cuánta
consternación han producido los medianos sobresaltos que ha llevado a
cabo el proceso venezolano actual en la gente que se le quiere oponer.
Hasta hace poco, decir “Revolución Pacífica” sonaba tan extraño como
decir “Fuego Frío”. Por causa de un sistema educativo con tremendas
carencias, llegó a entender el ciudadano común que una revolución
consistía en una degollina espantosa, unos bichos barbudos y
malolientes que asaltaban las casas del poder, y cuando lo lograban
entonces ya, se acababa la revolución. Ahora, cuando al Presidente le
duele la boca de tanto explicar de qué se trata esto, entonces los
detractores gratuitos andan luciéndose con ese aire sobrado: “¿Cuál
Revolución, si todo sigue igual?” Y más de un chavista, desde adentro:
“¿Cuál Revolución? ¿Dónde están los fusilados?”.
Pues
esa misma estructura mental que nos garantiza esa cómoda verdad según
la cual dos más dos es cuatro (en las matemáticas, mas no en la
sociedad), fue la que nos estremeció desde los cimientos el 4 de
febrero de 1992, porque, aunque el gobierno de entonces era expresión
de un sistema acabado y en pleno desmoronamiento, al grueso de la
población se le convenció de que los alzados eran unos sujetos
aberrados y fuera de lugar, pues había “una Constitución que respetar”
y “una democracia que defender”.
Limitado
el análisis a lo que decían los derruidos papeles de las leyes
venezolanas, intentar tumbar a un Gobierno por las armas era un delito.
Interpretaban los militares insurgentes que, por el contrario, había un
deber superior a la letra de aquella Constitución prostituida, y tras
ese deber salieron a patearle las bases a aquello que se estaba
cayendo. Sólo leyéndolo de esta forma podía uno enfrentar cara a cara a
la nueva realidad: era un momento prerrevolucionario, o lo que es lo
mismo, era hora de comenzar a desajustar leyes e interpretaciones
cándidas, olvidarse de la presunta majestad inherente a la figura del
Presidente y a las instituciones, y empezar a construir las bases del
nuevo tiempo; el primer paso para hacernos de una nueva Constitución
pasó, irremediablemente, por el desafío y la demolición de la anterior.
Lo
que dice la nueva, acerca del derecho del pueblo a “Rebelarse contra un
régimen tiránico”, es aquel mismo espíritu que movió a los alzados del
92 pero dicho y escrito con palabras.
Golpistas, a mucha
honra
Casi
una década y media después sobrevive en la agenda diaria de los adecos
el empeño en comparar al Chávez de 1992 con los golpistas de ahora, y
en la agenda del chavismo el también insólito empeño en decir que
Chávez no es ni fue nunca un golpista. ¿Lo fue realmente? La respuesta
está en los labios si partimos del hecho de que era un golpe de Estado
lo que pretendía. Las diferencias con los golpistas son tantas que ya
no vale la pena insistir en el tema: los golpistas o alzados de
entonces lo reconocieron públicamente y los de ahora lo niegan; los del
92 insurgieron contra un régimen injusto que se caían a pedazos; los de
ahora quieren matar al pájaro de la justicia y la igualdad, que apenas
está levantando el vuelo; los de entonces fueron a dar la cara y a
meterle el pecho al asunto cuando llegó la hora de los disparos; los de
ahora mandan a millares de inocentes a quemarse el pellejo en las
calles mientras ellos ven la cosa campaneándose un whisky y agitando
por televisión.
Bien
ingenuo viene a ser ese raro pudor, bien injustificada esa “cosita” que
le da al chavismo al tocar el tema del golpismo. Hay momentos en los
grandes procesos, en las revoluciones y en los acontecimientos que
hacen historia, que califican como cruciales, como definitivos o
definitorios de una situación. Los chavistas (y aquí incluyo al
Presidente Chávez) deberían recordar varias veces al día el momento en
que David Morales Bello, aquel patriarca adeco en pleno otoño, soltó la
frase final de su discurso ante el congreso, el propio 4-F. Su frase:
“Mueran los golpistas”, fue el termómetro ideal, la encuesta pública
más eficaz para entender qué pensaba el ciudadano común de aquella
locura perpetrada por los jóvenes oficiales. La otra opción de esa
encuesta la dibujó en su discurso el entonces senador Caldera, y ya
todos sabemos el resultado: en la arena yacía un Morales Bello amarrado
al régimen agonizante, y en hombros terminó saliendo el hábil anciano
que supo leer en la atmósfera cargada de ese día que iba siendo hora de
acabar con la pesadilla puntofijista.
¿Será
muy difícil convencer a los portavoces chavistas de que esa primera
manifestación popular de afecto al movimiento bolivariano no fue hacia
una cosa llamada “chavismo” sino hacia otra originaria, llamada
“golpismo”?
Los derrotados
Así,
el antichavismo en general quiere seguir nutriéndose de esa referencia:
Chávez es perverso porque, en su condición de golpista, llama golpistas
a quienes quieren liquidarlo política y físicamente. Quieren hacer
pasar por debajo de la mesa, los muy vivos, la tremenda diferencia que
existe entre ensayar un golpe para dar un salto hacia el futuro y
quienes quieren dar uno para hacernos retroceder al tiempo de la
vergüenza. Acuden también a un análisis que pudiera pasar por lógico si
no viniera envuelto en tan frágiles ropajes: dijeron y siguen diciendo
que nuestro proyecto está destinado al fracaso porque sus emblemas son
derrotas: el socialismo, el Che, el sueño truncado de Bolívar, la gesta
inconclusa de Ezequiel Zamora. Nada que tome como ejemplo a un
derrotado puede conducir este barco hacia un futuro triunfal,
argumentan.
Entre
otros detallazos, olvidan que el emblema de toda una cultura, de toda
una raza (la hispana) de toda una cosmovisión pujante y en ascenso, es
un derrotado: Don Quijote no cristalizó su proyecto de vida (si es que
acaso tenía alguno) y aun así es el norte de todos los seres humanos de
habla hispana. El Che no preñó de revoluciones a la América de su
tiempo, como quiso hacerlo, pero tiene preñada, en su inmenso rol de
símbolo, a esta que estamos construyendo ahora; Bolívar no logró hacer
que la nave grancolombiana levantara el vuelo, pero nos legó a los
hombres que vinimos después algo tan importante como este montón de
repúblicas y algo tan vital como esta premisa: le faltan escalones a la
independencia, hay que seguir construyéndola.
La
conclusión no llega sola ni fácil, pero llega: la reacción sigue
leyendo la realidad venezolana a partir de ideas primarias y
anquilosadas, según las cuales el “orden” de 1992 era una cosa
respetable e inamovible; Chávez y los suyos insurgieron contra ese
orden sacrosanto, cometieron el pecado original de destruir lo que,
según ellos, estaba protegido por una Constitución que decía, con el
tono de las buenas madres y las maestras: “Eso no se toca”,
refiriéndose a la “democracia” puntofijista. Con semejante visión de
las cosas ha de costarles mucho entender que, si bien el futuro no es
“esto”, hay que construirlo con lo que hay ahora. Y lo que hay es una
generación audaz que hace un rato se atrevió a levantarle la mano a
mamá guanábana, y que ahora anda levantándole la mano, en plan grosero,
al orden también “inconmovible” que quiere eternizar el imperio.
De ese tamaño es el 4-F: el simple levantamiento de un puñado de militares, enriquecido con lo que tenían para aportar los movimientos sociales, que ha devenido insurgencia global y amenaza con regarse por todo el hemisferio.