Voy a iniciar este trabajo con dos anécdotas, no inventadas sino de la vida cotidiana de un pescador y de cualquier desprevenido.
Sentado al borde del muelle o dentro de un peñero el pescador lanza su anzuelo y espera la picada; cuando esto sucede realiza la maniobra casi instintiva de alar el guaral o nylon hacia arriba para “pegar” lo que está abajo. Comienza a subir, maniobrando según el comportamiento de lo que intenta sacar, puede ser rápida o lentamente y hasta soltando lo que antes subió, según la “resistencia” u oposición que ejerza la presa. Al tener lo prendido al anzuelo casi en la superficie, tanto como para saber de qué se trata, puede sentirse contento, decepcionado y hasta asustado, depende de lo que vea. En “El viejo y el mar”, de Ernest Hemingway, se puede leer algo de eso. Pero no fue allí donde lo aprendí porque uno es demasiado inculto para leer esas cosas, sino en las playas de Cumaná donde pasé mi infancia.
El tipo caminaba por un bosque o más bien una selva. En una curva del camino bordeado por una espesa vegetación halló una cuerda que seguía el sentido de la curva; la tomó y haló suavemente, mientras caminó hasta rebasar la curva; delante de él, el caminó se alargó como 20 metros hasta doblar a la derecha, tal como lo hizo la cuerda. Pensó un rato, pero le asaltó la curiosidad y deseo de saber qué había al otro extremo. Parado en plena curva, donde se iniciaba la recta que se volvía curva al final de aquellos 20 metros más adelante, templó con fuerza la cuerda, esperó unos segundos y cayó de lado, desmayado del susto, afortunadamente dentro del bosque, porque el feroz toro, bien armado de cuernos que se le vino encima pudo haberlo “cogido”, como dicen los toreros.
Las anécdotas o historietas que conté, me vinieron a la memoria cuando un amigo, académico por cierto, muy generoso en eso de encontrar siempre explicaciones a la conducta oficial que uno suele atribuir a ineficiencia o falta de algo para enfrentar el problema cómo uno cree, me formuló de sopetón la siguiente pregunta:
-“¿Tú crees que el gobierno está abordando a fondo el asunto del contrabando?”.
Confieso que me agarró de sorpresa. No esperaba de él esa interrogante. Todavía no logró entender por qué me la formuló y menos otras cosas que planteó como supuestos suyos o por creer que podían anidar en mí. Me sorprendí porque esta vez le percibí dudoso.
-“No. No creo lo esté haciendo como tú dices y dudo que por ahora pueda hacerlo”.
-“Esto no quiere decir que no esté combatiendo el contrabando. Los hechos desmentirían a quien eso afirme”, comenté. Pero agregué, “pero no a fondo, como tú dices”.
Sacó libreta y lápiz, como es habitual en él, cuando presume que oirá algo que le interesa y se puso en disposición de anotar:
-“Mira hermano”, dije yo, mientras me tomaba la barbilla, como suelo hacer cuando diré algo que me obliga a ser cuidadoso, “el contrabando obedece a razones estructurales, problemas de políticas cambiarias que el gobierno no ha podido superar, a varias variables y en estos momentos no está en condiciones de hacerlo. Por eso lo combate como puede, con las armas que dispone”.
Le hablé del operativo en la frontera y la incautación de grandes remesas de mercancía transportada en vehículos de grandes dimensiones o lo que llamamos gandola.
-“Pero escúchame esto que a mí me llama la atención”, le solicité.
Pensé bien en lo que diría y luego volví hablar en mi habitual estilo.
-“No descarto que algún vehículo de esos que intentan pasar la frontera con 20 ó 30 toneladas de mercancías para hacer el gran negocio en Colombia, sea propiedad de quien lo conduce”.
Callé un rato y continué:
“Pero eso es muy raro. La mayoría de esos camiones o gandolas pertenecen a otras personas con mucho dinero. Pero cuando se les detiene, se confisca carga y vehículo, ni siquiera sabemos el nombre del conductor y menos del propietario o gran intermediario de todo aquello; creo que eso no debe ser muy difícil saberlo. El pobre conductor, por salvar su pellejo, cuando apenas está ejecutando un trabajo que le encargó un tercero, no dudaría en decir lo que sabe.”
-“¿Entonces tú crees que podría ser, por ejemplo?”, dio un nombre. Intentó con ese nombre simplificando, decir si yo pensaba que podía ser alguien del gobierno. Digo esto último porque él y yo, hemos coincidido en lo que luego agregué:
-“Mira, ese nombre lo saca mucha gente para culparlo de todo, por odio y mezquindad. Yo no caigo en ese simplismo porque no creo, definitivamente, no creo, que ese personaje aparezca envuelto en esas cosas. Su actitud desafiante ante la derecha me lo confirma y ésta trata de destruirlo por aquello; le teme”.
-“¿Entonces quienes crees tú que puedan ser o estar detrás de todo aquello?”.
-“Es posible que detrás esté alguien importante en o para el aparato del Estado, al quien se teme o se protege por razones obvias y hasta algunas que no lo son”.
Callé un rato, pensé bien lo que diría y vengo pensando desde tiempo atrás y volví a tomar la palabra:
-“Ya te dije que el contrabando tiene motivaciones estructurales. Por ejemplo, es más ventajoso vender nuestros productos, de los cuales unos cuantos hasta están subsidiados, en Colombia que en Venezuela”.
Agregué seguidamente:
-“Por eso que nosotros llamamos la lógica del capitalismo, cualquier empresario que produce algo aquí, o lo trae importado de cualquier parte del mundo con nuestros dólares baratos, prefiere venderlos más allá de la frontera que aquí. De modo, cuando pensemos en esos personajes metidos en el contrabando hasta las orejas, debemos incluir a grandes empresarios en primer término. En esos nombres que todo el mundo sabe y conoce que, de paso, quieren tumbar al gobierno por la renta petrolera”.
Callé de nuevo y en vista que mi interlocutor se mantenía expectante y con lápiz y libreta en mano, dispuesto a tomar notas, le sumé lo siguiente:
-“En el asunto del contrabando hay mucho pesado del lado empresarial, de esos mismos que se quejan continuamente porque el gobierno no les entrega la piñata. Pero son muy pesados, fieros y de normes cuernos”.
Pensé en las dos anécdotas que encabezan este trabajo y le dije:
-“Cuando se detienen esas gandolas o se allanan espacios enormes donde se acaparan toneladas de mercancías, no aparece nombre alguno. ¿Sabes por qué?”. Pregunté yo esta vez:
-“Por lo mismo que revelan las anécdotas. Temor a quién está al otro extremo de la cabuya. Una confrontación y denuncia de tal magnitud, puede provocar un terrible “Sacudón” y eso, en las actuales circunstancias, no conviene.”
Por esta vez, mi amigo, optó por callar, no rebatir mis argumentos y tomó nota; al final comenzamos a hablar de otra cosa.