De aquella madre sólo salían chorros de lágrimas y lamentos. No podía comprender de cómo había sucedido eso. Nunca llegó a pensar que así iban también las bebecitas. Su llanto se oía muy lejos. Más allá de las montañas y los valles. Los ríos también lloraron. Los pájaros volaron bajo, haciendo un coro de trinos cargados de tristeza. Era una fiesta de lloros. De lamentos y de clamores elevados al cielo. Era un llanto cargado de dolor. Como son los llantos de las madres, cuando parte de ella se le va, así, de pronto. Ana Lucía se llamaba. Tenía 8 añitos. Tan sólo podía gatear. Y fue precisamente, cuando gateaba en el cuarto, plena, como una luna llena, cuando aquello sucedió. Las cosas suceden sin avisar. Recuerdo una vez que me hice un análisis prostático, en una clínica de Puerto Ordaz, y el resultado fue alarmante. Mi señora esposa y yo corrimos al urólogo y se inició el proceso de investigación, hasta oímos la voz suave y calmada del médico, pero a pesar de eso, sonaron en mis oídos como un golpetazo, que una recibe sin estar preparado. "Tiene cáncer, y requiere, por lo menos 30 radioterapias". Yo siempre había creído que esas cosas desagradables sólo les sucedían a los demás.
Pero sucedió. Aquella aciaga mañana, corrían, los tiempos como siempre, pero algo debía suceder para alterar el curso de las horas y el destino. Así son las cosas de la vida, diría alguien por allí. Aparecieron las llamas, no se sabe por qué, sorprendiendo a la madre y a sus hijos. Ella, como una leona recién parida, luchó contra las llamas y sacó a uno hijo de dos años. Otro se escapó del cuarto. Pero las llamas avanzaron con fuerza endemoniada, y llegaron al lugar donde gateaba Ana Lucía. Dios no pudo hacer nada. Nadie pudo hacerlo. Es doloroso sentir que una vidita, tan chiquitica, tan inocente y tan pura se va volando hacia el más allá.
La madre hecha dolor no comprendía nada. No podía oír ni ver de tantas lágrimas. Soltó un grito: "Por qué Dios mío, porque". Y se volvía a sumergir en el lago de lágrimas. Ya no tenía más que el llanto secó y adolorido. Se sintió culpable y lo dijo, muy calladita, como secretándoselo a Ana Lucía en su oído que ya no podía oír el canto de las gaviotas. "Perdóname, mi bebita, no llegue a tiempo. Perdóname". No encontró consuelo en los bomberos que habían acudidos, después del trágico suceso. Sólo alcanzaba a balbucear "Por qué, Dios, mío, por qué te la llevaste, antes de tiempo". Y añadía sollozo muy quedo: "¿Por qué las llamas no me agarraron a mí solita? Por qué tenían que apagarle la vida a mi bebecita, porque no sabía correr.
(Crónica de trágico suceso donde falleció una bebita que vivía con su mamá y sus hermanitos en una humilde casa en una calle San Agustín del Norte, y un incendió consumió parte de la vivienda, incluyendo el cuarto de Ana Lucía gateaba, sin saber lo que le pasaría en tan solos segundos. Que Dios la tenga en la gloria).