-“Así serán de pendejos los españoles del sur que se dejaron joder por Toñito Sucre”.
Así, con ese dejo de ironía y sarcasmo, comentó el general Bermúdez en Cumaná, hablando a un grupo de amigos, seguidores y hasta subalternos, al saber los resultados de la campaña del sur y de la batalla de Ayacucho. Era bien avanzado diciembre de 1824 y el 9 de ese mes y año, quien allí alcanzase el mérito de ser Gran Mariscal de Ayacucho, había derrotado brillantemente, si de esa manera puede calificarse un acto de guerra, a las fuerzas del colonialismo español y haber cerrado la campaña de independencia del sur.
Fue Bermúdez un guerrero que se llenó de gloria. Desde el año 1813 entró en combate con los invasores de Chacachacare, bajo el comando del general Santiago Mariño y fue los héroes de la vanguardia de la Campaña de Oriente. Todavía, para 1821, al momento de llevarse a cabo la batalla de Carabobo, había desarrollado una intensa campaña de distracción de las fuerzas colonialistas, para debilitarlas y llevarlas justo al sitio donde se esperaba se entablase aquel combate casi definitivo. Por eso está en el Panteón Nacional. Pero era él, tal como se describe Eduardo Blanco en “Venezuela Heroica” un combatiente feroz, valiente y arrojado como nadie, pero no pasé de ser un combatiente al mando de pocos hombres. Eso sí, valiosos y todos ellos, como su comandante, héroes.
Apenas bastaron unas dos horas escasas, para que el genio militar del cumanés contando apenas con 6 mil hombres, destrozase a un ejército de más de 9 mil. No era aquella rápida y contundente victoria la primera obtenido por el genial cumanés bajo esas circunstancias. Se había convertido desde tiempo atrás en gran organizador, armador y conductor con orden y concierto de ejércitos enormes. Llegó a alcanzar el más alto nivel en eso de manejar grandes contingentes a lo que muy pocos estaba habituados y para ello preparados. Todo eso, sin dejar de ser humilde y comedido.
Era “Toñito” un personaje humilde y discreto, tanto que cuando las fuerzas patriotas tenían bajo su control la ansiada Angostura, viejo sueño de los orientales, en una travesía del Orinoco, desde una nave que viajaba en contrario gritaron:
-“¡Alto! ¿Quién vive?” Y agregó la portentosa voz:
- “Aquí viaja El Libertador”
Alguien, a bordo de la barcaza que transportaba a Sucre con su Estado Mayor, respondió a aquel requerimiento:
-“Aquí el General Sucre con su tropa”.
Sucre, por sus méritos y su corta pero brillante carrera, quien había sido ascendido a ese rango por Santiago Mariño, hasta entonces formaba parte de los ejércitos orientales.
Una voz, procedente de la barcaza identificada como de El Libertador preguntó:
-“¿Quién es ese General Sucre que no conozco y no recuerdo haber ascendido?”
Fue El Libertador mismo quien esa vez habló.
-“Bien sé su excelencia, no me conoce, ni me ha ascendido, pero aunque sea como el más humilde de sus soldados estoy a su orden para servirle por nuestra causa”.
Pero hay más. Ya disparados al sur, buscando la independencia del continente, el futuro Mariscal fue designado por El Libertador mismo para comandar la retaguardia. Tarea generalmente encomendada a oficiales de poca significación y lucidez. Aunque bien es verdad que Bolívar había advertido que la retaguardia era un desastre de organización y la causa de muchas debilidades. ¡Nunca, un ejército patriota, llegó a tener una retaguardia más organizada y en capacidad de prestar magníficos servicios!
Estando frente a Popayán, después de cuantiosas pérdidas, por no poder tomar aquella ciudad durante largos días, quien comandaba en la retaguardia, por orden de Bolívar, sin formar parte del Estado Mayor del ejército que iba al sur, pasó al frente del ejército. Sucre, en sustitución de Sedeño en el comando, tomó la plaza en pocas horas.
Cuando se firmó el acta de capitulación de la batalla de Ayacucho, el virrey español La Serna, exclamó “gloria al vencedor”. Sucre consecuente con lo que siempre fue, respondió con gallardía y humildad: “Honor al vencido”.
Fue ese humilde general, siendo general de brigada, en gran medida, el autor del Tratado de Regularización de la Guerra, firmado entre los días 25 y 26 de noviembre de 1820, entre Bolívar y Morillo en Santa Ana de Trujillo, en el cual se pone fin a la guerra a muerte y los asesinatos a presos de guerra; se acuerda el respeto de los derechos de estos y otros asuntos que humanizan la guerra. Se puede considerar ese documento el primer antecedente a los posteriores relativos a Derechos Humanos firmados en el planeta.
Qué de bello y humilde hay en aquella carta que se puede leer en su museo en Cumana, dirigida a uno de sus pocos familiares que no fueron asesinados por Boves, donde dice “Cuánto daría por dejar este honor y responsabilidades por volver a Cumaná y recorrer sus calles junto a mis viejos amigos.”
Ese fue “Toñito” Sucre. Humilde, callado, eficiente y brillante.