El hombre que creó a Dios se tuvo miedo.
El hombre que creó a Dios
después del miedo a sí mismo
le tuvo miedo a Dios.
Helí Colombani
Quizás después de haber inventado a Dios o los dioses del Olimpo, el hombre la tomó por inventarse héroes. Digo inventarse, porque los héroes verdaderos no son una invención individual ni colectiva, los construye la fuerza del colectivo desatada, en movimiento. No es una cosa que inventan los individuos ni los grupos. En estos casos, están los dioses.
Pero cada parcialidad y generación inventa sus héroes particulares, lo que no niega que los haya de verdad, pero como antes dijimos si esa generación en multitud les levanta y pone en la garganta sus gritos. Aquellas necesitan que su existencia y sus programas, acciones, tengan una figura que los distinga, hasta les una y justifique lo que harán después. Ahora, la virtud de héroe digno del bronce, queda sujeta a que la generación o tendencia del candidato llegue a donde ser pertinente para materializar aquello. Por estas reflexiones, para explicarme mejor, repongo un artículo escrito hace más de treinta años, encontrado en una gaveta, impreso en viejo periódico de Barcelona, lo que revela como lo antes dicho fue pensado en ese tiempo.
¡Pobrecitos! ¡Tremenda vaina les echaron! Hubiera sido preferible que los dejasen descansar en paz. Ellos murieron sin haber hecho nada trascendente. Por lo menos, no tanto como para que alguien se le ocurriera la cursilería de levantarles estatuas o sembrarles bustos en algunos rincones, por muy ocultos que estos estén. Con lo poco que hicieron en beneficio personal, de sus amigos y de sus propios grupos y que en ningún caso se corresponde con el interés general, quizás se sintieron contentos. También sus familiares, amigos e íntimos tienen todo el derecho de sentirse orgullosos de aquellos, sus particulares héroes o ilustres personajes; y de sus ejecutorias, pero cuando se les ocurre la infeliz idea de llevarlos al bronce y exhibirlos en público, es poco el favor que les hacen. Pues esos "reconocimientos" allí plantados, en aquellas esquinas semioscuras, en placitas sucias, al final de calles ciegas, en islas de avenidas con aires de abandono y entre arbustos sedientos, incitan a todos los que observan a averiguar sobre sus vidas. Pero como la mayoría de nosotros tiene un modelo de héroe para el bronce, molesta si esos reconocimientos no cumplieron por lo menos con las "marcas más bajas". Y entonces, sin quererlo, sin que suya sea la culpa, uno se vuelve contra ellos. Y esto es válido, aún en el caso de aquellos que, si alguna vez llegaron a hacer algo importante, más tarde fueron inconsecuentes e invalidaron todo derecho a ser homenajeados. En esta última categoría, podría incluirse, si señor, a Juan Bautista Dalla Costa. Podría pensarse en Páez, pero fue tan grande su aporte a la independencia hasta Carabobo, que se hizo merecedor a la estatua pese sus posteriores inconsecuencias.
Y por culpa de esos aduladores de oficio, abusadores del derecho de las mayorías, sensibleros, simplistas o muy poco exigentes, cuando uno ve una de esas estatuas o bustos o ciertos nombres de avenidas, edificios públicos o instituciones y se entera que no hubo razón suficiente para esa exaltación, se pregunta entre sarcástico y rabioso:
¿Y a quién se le ocurrió echarle tamaña vaina a ese hombre?
De esa manera, aquellos hombres, los homenajeados, de dimensiones de lo más común del mundo, que nunca quisieron ni pensaron trascender, sin culpa alguna, por lo menos de la presencia de las estatuas, bustos o placitas, resultan agredidos y sus huesos se remueven en la tumba. Y así estarán hasta el momento que la posteridad ponga las cosas del pasado en su justo sitio.
Muchas veces, algún acucioso y/o mal hablado, incitado y excitado, él dirá que agredido, rebuscará en la vida de algún personaje puesto en bronce, hasta encontrar "una razón más para derribar esa estatua". Gestión y esfuerzo inútil, porque el tiempo, inexorablemente se encargará de hacerlo.
Usted lector tiene todo el derecho y toda la razón de reflejar estas reflexiones sobre alguien concreto; pero yo pensaba de manera específica, como arriba lo dije, en el señor Juan Bautista Dalla Costa, de muchos reconocimientos en Guayana.
Para 1863 agonizaban los godos, decaía el esfuerzo triunfante de los federalistas en la Guerra Federal. Juan B. Dalla Costa, centralista y como tal partidario de Páez, gobernaba y resistía en Guayana. Ya Falcón había asumido el poder como comandante victorioso.
En agosto, Dalla Costa se negó a entenderse y entregar el poder. No quiso acordarse con el general federalista Juan Antonio Sotillo ni con el comisionado nacional del federalismo señor J.C. Ochoa. Incluso en octubre y noviembre acarició la idea de continuar la guerra e invadir a Barcelona. Pero inmediatamente cambia de planes y opta por enviar un comisionado a Caracas con la propuesta de hacerse federalista, como quien cambia de camisa, con la condición que le dejasen gobernando Guayana. Con el asentimiento de Falcón, proclamó en su espacio gobernado la Federación y nombró para el nuevo Estado un gobierno provisorio. Hizo un simulacro de elecciones para escoger los diputados a la legislatura de acuerdo al concepto Federal y se cuidó que los escogidos fuesen hombres suyos.
Pero Falcón y el mando Federal no se "comieron el cuento" y poco tiempo después, por orden de aquél, el general José Loreto Arismendi, invadió Guayana y constituyó nuevo gobierno.
Todo esto viene a cuento, porque ayer pasé por un espacio abandonado, lleno de basura y heces de perro, donde hay un busto del señor Dalla Costa.
En el frontón de la iglesia de Nuestra Señora de París, todos los bustos de los reyes franceses están descabezados. El pueblo de París, en los agitados días de la revolución, los evaluó.