Reforzadas por los cánones culturales provenientes de la vieja Europa, las relaciones de poder en nuestra América siempre han supuesto la existencia de un sector dirigente que asume ser capaz de interpretar y de cumplir la voluntad general de los sectores subordinados, mientras la gran mayoría permanece expectante, generalmente reprimida en sus aspiraciones de igualdad social y democracia. Esta visión de la política le permitió a la clase hegemónica ejercer el poder de un modo prácticamente ilimitado, sometiendo a las mayorías a un status permanente de sumisión y de explotación, apenas alterado tras cada disturbio o rebelión armada efectuados por éstas. A ello se unió el interés capitalista y geopolítico del imperialismo gringo, fomentando por cualquier vía a su alcance que esta clase dominante manejara todos los resortes del poder, supeditada, por supuesto, a sus dictados imperiales.
Sin embargo, tales relaciones de poder sufren una importante perturbación en las últimas tres décadas, abriendo un mar de contradicciones y de posibilidades de cambio que se mantiene en el tapete. Ya fuese a través de rebeliones cívico-militares, como las ocurridas en Venezuela durante 1992, o rebeliones civiles en Argentina, Ecuador o Bolivia, que precipitaron la caída de los regímenes imperantes en estas naciones, lo cierto es que los sectores populares adquirieron conciencia de su propio destino y se atrevieron a poner en práctica fórmulas que privilegian su participación y protagonismo; cuestión ésta que obligó a Washington a activar y a rediseñar todos sus mecanismos de intervención, logrando escuálidas victorias donde las clases dominantes tienen un mayor control político de las instituciones públicas, incluidas las fuerzas armadas. Muchos estiman suficiente lo logrado hasta ahora. Otros plantean una revolución radical que impida el retorno al pasado.
Como Miguel Mazzeo, en su obra ¿Qué (no) hacer?, "creemos que considerar a las esferas estatales como ámbito privilegiado de la acción política es un supuesto restrictivo y autolimitante para todas las organizaciones que impulsan proyectos de transformación. Es asumir la política como acción restringida desde el primer paso. El mismo Marx, ante la experiencia de la Comuna de París en 1871 y abjurando transitoria e inconscientemente de sus tradicionales posturas centralistas y antifederalistas, decía que la clase obrera no podía plantearse como único objetivo la toma de la maquinaria estatal en su organización vigente y ponerla en marcha de acuerdo a sus propios fines. Marx afirmaba que la emancipación política por sí sola no podía lograr la emancipación humana. Pero jamás negó la necesidad de la primera. Para él, la revolución (en general) era un acto político imprescindible para la realización del socialismo".
Considerando la cita anterior, sería cuesta arriba pensar que un cambio estructural de las sociedades actuales podría alcanzarse sólo con ejercer la hegemonía respecto al Estado burgués-liberal vigente y el sistema económico capitalista. Sería un primer paso, pero no el definitivo. Se cambiarían los marcos jurídicos -hasta la propiedad de los grandes medios de producción-, pero todavía hará falta que los sectores populares asuman la acción práctica de la política y desarrollen relaciones horizontales y autónomas de poder que faciliten las condiciones subjetivas y objetivas de una verdadera emancipación; entendida ésta de una forma integral y no parcial que abarque por igual la dimensión colectiva e individual de todas las personas.-