Una mañana, no sé si de sol radiante, conocí a Jorge Rodríguez, un poco a la distancia. Se conmemoraba un año más del asesinato de su padre, nuestro dirigente estudiantil, y el Alma Mater le rendía honores. La marcha recorría la Ciudad Universitaria, a la cabeza un niño con el mismo nombre de su padre muerto y de su padre vivo. Era, quien esto escribe, un joven profesor con cara de estudiante y sueños en la cara. Demasiados sueños que se pagan caros en una sociedad indigesta de realidad.
No importa. Después vi al Jorge estudiante de medicina y al que sus compañeros de la Universidad Central de Venezuela eligieron presidente de la Federación de Centros Universitarios. Todavía ciertas autoridades universitarias no habían podido desatar los mecanismos crematísticos para pervertir al movimiento estudiantil. Chocaban con una juventud íntegra en sus luchas y sus sueños que, como lo quería Martí, le exigía peso a la prosa y condición al verso. Resultaba inimaginable el delegado estudiantil que, a cuenta de viáticos, doblara cada mes el sueldo de un profesor titular.
Mi amistad con Jorge Rodríguez se acendró luego más acá de la realidad. O más allá, todo depende de qué lado del sueño se coloque el caminante. Hace rato, desde muy joven, me habían tentado ciertos extraños sonidos de las palabras y las sílabas. Tuve un abuelo coplero que me enseñó el arte de la rima y una profesora de castellano que hablaba en perfectos alejandrinos y me contagió sus sonetos. Me dio por escribir cuentos y poemas y, una mañana, me topé con un relato de Jorge en el periódico y desde entonces, además de su amigo, me hice su lector.
Cuando las circunstancias lo convirtieron en rector del Consejo Nacional Electoral, como lector estuve a punto de llamarlo y reclamarle lo que consideraba una deserción del área mágica de los sueños y las letras. Algo me detuvo, como un espejo frente a mí. Entendí que no era el más indicado para ese reclamo, por venir yo de la Asamblea Nacional Constituyente. Sin intentar justificación alguna con la literatura, he de decir que la creación y la ficción no nos han apartado de nuestro compromiso histórico, con el pueblo al que pertenecemos y con el tiempo que nos ha tocado vivir.
Jorge Rodríguez asumió la conducción del CNE en momentos en que el cargo, más que un privilegio, era un riesgo cierto y cotidiano. Quienes lo conocemos, sabíamos que una vez asumido el reto, nada ni nadie lo haría abandonar la nave. Por el contrario, no desmayaría hasta llevarla a puerto seguro. Así fue. En la travesía por mares tormentosos, cayeron sobre él todas las injurias e infamias de un fanatismo desatado; las plumas más miserables y mediocres vertieron su tinta sobre su familia; la memoria de su padre no escapó a la bilis de la jauría hidrofóbica. Jorge, a riesgo de su tranquilidad personal, paz familiar, sueños creativos, éxitos profesionales y, para resumirlo todo, a riesgo de su vida, cumplió con el compromiso que le fijó la patria. La paz de Venezuela le debe mucho a su entereza, coraje y, cuando fue necesario, a su flexibilidad.
Lo demás, amigo mío, es un andar. Un cuento, una novela o un poema son también actos de osadía. En la realidad o la ficción, tú has asumido el riesgo como oficio o como sueño. Para darte las gracias sin estridencia, por mi pluma hablan tus lectores.