Si
buscamos un antecedente inicial de discriminación en nuestras distintas
expresiones de cultura, podemos aceptar que en la época de nuestros
aborígenes se manifestaron pugnacidades y violencias por espacios,
riquezas y hasta por dioses que para algunos eran creíbles seres
superiores y de gran poder sobrenatural y para otros no. Pero no
hallamos odios por el color de tribus y por sus <nacionalidades>
o identidades geográficas.
La
xenofobia se conoce como odio hacia lo extranjero. Sería ridículo
criticar a los aborígenes (incas, chibchas, aztecas, mayas <por
citar los de más alta cultura a la llegada de los conquistadores>),
por haber sentido xenofobia contra los españoles y portugueses. El que no sienta odio contra los colonizadores no tiene sentimiento de ninguna naturaleza ni quiere a su propia familia.
No
debemos practicar ni avalar la xenofobia. El odio sí lo debemos
profesar como un impulso de lucha contra todo gobierno o monopolio
foráneo o criollo, activo o pasivo, que trate de dictarnos inconsulta y
arbitrariamente nuestro destino. Por eso es justo compartir el criterio
que la inmigración debe ser una política nacional y de la diplomacia
internacional y, por ende, también constitucional. Los conquistadores
vinieron sin que ninguna tribu los invitara. Sin olvidar los
genocidios, las mutilaciones, los ostracismos, las frustraciones, las
violaciones, el tráfico de seres humanos para hacerlos esclavos, la
maldición de Malinche, la colonización trajo, igualmente, sus avances
históricos y, entre esos debemos sentir orgullo y satisfacción, el que
varias generaciones anteriores
hayan hecho posible la vida de los que hoy vivimos y de los que nos
sustituirán, independiente del tipo de la piel, lo liso o enredado del
cabello o el color de los ojos.
Las
clases y los monopolios imperialistas están integrados por hombres y no
por aves. Aquellos tienen supremacía en la economía como en la política
y en la ideología. Por lo tanto debemos sentir odio profundo contra la
economía, la política y la ideología del imperialismo, sea negro,
blanco o amarillo. Eso no es xenofobia. Esta sería si odiáramos
a todos los estadounidenses, los franceses, los ingleses, los alemanes
y los japoneses por ser las mayores potencias del imperialismo del
capitalismo más reconocido.
Una
nación no puede ser entendida jamás como una prostituta que abre sus
piernas a todo aquel que le cancele un precio para una satisfacción
sexual. Una nación debe regirse por un programa que contenga los
elementos de su progreso o desarrollo económico, y sobre éstos levantar
una superestructura acorde con las estrategias que conducen al
porvenir. No pocas veces un gobierno, en un momento determinado, por
concentrar toda su atención política en denunciar las intenciones de su
más enconado enemigo, descuida las vías por donde penetran
inmigraciones numerosas sin ser el resultado de una relación
diplomática de solidaridad hacia un sueño común en base a las
necesidades, esencialmente, de la producción.
Esto no es en lo absoluto xenofobia. A nuestro país han venido inmigraciones de muchos países –especialmente europeos- sin más permisión que el
visto bueno de la generosidad del gentilicio venezolano. Ninguna
política del Estado, por lo general, ha determinado ni el carácter ni
la función de las inmigraciones. De esa manera ha sido muy poca la
enseñanza, como sí hicieron –por ejemplo- los franceses execrados luego
de derrotas revolucionarias que se trasladaron a Estados Unidos y otras
naciones de Europa, que las inmigraciones nos han legado para construir
un país en desarrollo capaz de ponerse a la altura de las naciones
–incluso- más atrasadas del viejo continente. El quid de la cuestión
estriba en que esas inmigraciones se ocuparon casi exclusivamente del
comercio y no de participación en las fuentes de la producción.
Actualmente,
cuando nos pronunciamos y creemos en la posibilidad de construir una
sociedad nueva y se habla de socialismo del siglo XXI, ningún órgano
del Estado ha echado una mirada a la inmigración china que, debemos
confesarlo sin que exista ningún ápice de xenofobia, se torna alarmante
y peligrosa. Ciudades, municipios, parroquias casi completas se
encuentran hoy bajo los dictámenes comerciales de los chinos. Nadie
sabe dar una explicación no de su penetración al país, sino de dónde
salen esos miles de millones de dólares o miles de millardos de
bolívares para que la inmigración china sea la mayoritaria propietaria
del comercio de alimentos en Venezuela. Quien controla el comercio de
los bienes de primera necesidad impone temprano o un poco más tarde,
queramos o no, hábitos y costumbres que chocan abiertamente con las
originales, las que son propias del pueblo penetrado por la
inmigración. No se trata de unas bodegas de poca monta. Es sorprendente
el predominio chino en los renglones de la alimentación a nivel
nacional. Eso ha generado la conformación de mafias que operan en
complicidad con la piratería. Quien controla la compra-venta de los
alimentos dispone del hambre de los demás e influye en los precios como
en las crisis políticas y hasta en el destino de la sociedad. Ese
incremento en la propiedad privada debe necesariamente aferrarse a una
ideología de rechazo y choque contra toda noción de propiedad social o
de cooperativismo que suplante el individualismo por el colectivismo.
La lucha, cuando la revolución se vea en necesidad de la
colectivización, ya no será sólo contra los monopolios del imperialismo
capitalista tradicional, sino que encontrará la férrea oposición de una
inmigración tan numerosa que va a ostentar –posiblemente por su caudal
económico- mucho poder de influencia en el sistema burocrático del
Estado y ¿por qué no? en el sistema judicial, político y cultural de la
nación. Para ello van a disponer de la mayoría de estómagos con hambre.
Pero
allí no concluye lo sorprendente del dominio de la inmigración china.
Ya ha pasado a competir en otros rublos de la economía como
ferreterías, restaurantes, bares, mercado de bienes agrícolas,
librerías, y otros. Van por casi todo el comercio de todo género de
mercancías. No nos extrañe que dentro de poco se construyan las
urbanizaciones o barrios completos de chinos, con sus propias leyes y
normas diferentes a las nacionales nuestras. No es cualquier cosa, es
un emporio chino lo que se está creando y nadie se está dando cuenta de
ello en un momento en que la mayoría de nuestro pueblo quiere o apoya,
por lo menos, el socialismo del siglo XXI. Y el socialismo no puede ser
jamás fomentar el dominio casi absoluto del comercio en manos de las
inmigraciones que no vienen por nuestra razón ideológica natural de
crear un régimen de verdadera justicia social, sino por adquirir
riqueza económica individual, primero, de grupo monopólico, después, y
de allí se pasa a tener encontronazos con su país de origen, tal como
hemos recibido amenazas de de otros gobiernos –inglés, estadounidense,
español, por ejemplo-, solicitando respeto a la propiedad de sus
ciudadanos que han hecho riqueza explotando el sudor y el trabajo de
los obreros venezolanos o con la demanda de bienes por nuestros
conciudadanos criollos sometidos por la miseria social. Todos conocemos
la importancia, en base a leyes, que dan los países desarrollados al
control de las inmigraciones. La revolución, ahora o después, tendrá
que enfrentar esa cruda realidad de inmigraciones que aman más el
dinero que la tierra que los cobija. De lo contrario toda
transformación revolucionaria será chucuta y garantizará su derrumbe.