Hasta ahora, buena parte de los títulos universitarios otorgados en nombre de la República con respaldo legal se asimila a patentes de corso para ese grupo de titulares que han tomado en serio la comercialización crematística de sus aprendizajes, sin tomar ese tratamiento como algo despectivo; sólo aludimos de él la desviada funcionalidad que le ha dado el profesional a sus credenciales oficiales, credenciales que por lo general han sido costeadas por el Estado y no precisamente para que sus beneficiarios se dediquen a uno de los comercios más especulativos e inmorales[1], obtengan altas rentas y hasta sin enterar los impuestos correspondientes por concepto de sus ingresos obtenidos con el ejercicio cecnoprofesional correspondiente[2].
En ese marco de observaciones preuniversitarias, vayamos a una de las anécdotas más trascendentes de mi vida estudiantil: A eso de las 12 y pico posmeridiano, café y bar de la esquina,[3] nos hallábamos el subgrupo de estudiantes que habíamos hecho las mejores migas a los largo de la carrera todavía en proceso, entre y con quienes ya nos conocíamos casi perfectamente nuestras respectivas idiosincrasias, nuestras hasta diametralmente diferentes maneras de ver el mundo, de ver a las demás personas, a los fenómenos sociales del entorno juvenil que nos envolvía para ese entonces. Estábamos cumpliendo o cursando-si mal no recuerdo-el último año de esa quinquenal carrera universitaria con una jornada semanal de 6 días sin solución de continuidad para retornar el lunes de próxima inmediatez. Ese día memorable era lunes, si tampoco mal no recuerdo. Ocurrió que abordé el tema de cómo recompensar al Estado los costes de la educación recibida, habida cuenta de que como profesionales al trabajar como tales obtendríamos ingresos con cargo a los cuales saldaríamos el pasivo contraído. Bueno, no había yo terminado de completara mi disquisición cuando uno de ellos cometió el exabrupto siguiente: contraargumentó que pagaríamos con los impuestos sobre la renta como cualquier bodeguero. Ahí moría esta idea que hasta para mí mismo consideré innecesaria. Años después y para mi sorpresa desde el propio seno de esa Universidad nacía una novísima institución llamada, algo así como, EGREAMIGOS (año 1992, aprox.), un ente privado dirigido y administrado por docentes y entre cuyas funciones más y mejor asumidas era la de recabar fondos de los egresados para obras beneficiosas para la Universidad.
Esta institución se desarrolló de tal manera que desbordó los límites de sus egresados de la UC, activó sus influencias y ascendencia universitaria, su prestigio adquirido, para solicitar contribuciones de un buen número de entes estadales, municipales y nacionales tanto privados como públicos.
Confesamos que ignoramos quiénes supervisan su buena marcha con arreglo a su carácter institucional que estatutariamente la califica como ente sin fines de lucro. Es que hasta donde sabemos, observamos que las universidades no suelen hacerle seguimiento a sus egresados.
26/11/2015 04:47:50 p
[1] Se trata del trabajo como mercancía vendible al mejor postor, con un precio no compartido con justicia ni siquiera con sus colaboradores más complementarios.
[2] No perdamos de vista que en la sociedad burguesa mientras más se enriquezca una persona menos impuestos suele enterar porque la ascendencia que le da esa riqueza dineraria, bien o mal habida, universitaria inclusive, suele facilitarle la evasión de los impuestos, de manera que al final de sus días, estos egresados ni siquiera recompensan al Estado, al pueblo, el costo de esa formación gratuita que recibió sin condicionamiento ni seguimiento ex post. El posible argumento que pudieran esgrimir es que fueron graduados para servir a la sociedad, y que eso hicieron, resulta deleznable porque lo que recibieron gratis no podrían revenderlo sin pasar por la supervisión de quienes costearon su formación, y porque "prestar servicios" es una cosa, y venderlos a preciosa arbitrarios es otra.
[3] Ese bar, antes de puertas abiertas de lo más descarado, propiedad de extranjeros, de esos que viven aquí defecándose a diario en nuestra patria, patria pendeja que sigue abriéndoles sus puertas; ese bar, decimos, allí sigue situado justo a escasos metros de la frontera municipal prevista para que en los alrededores de centros educativos no puedan existir ni expedirse registros de comercios que impliquen bebidas espirituosas ni objetos pornográficos-prensa obscena- A tales efectos, los quioscos de revistas y periódicos siguen sin supervisión estatal ni municipal alguna; exhiben desnudos a todo color y de todos los tamaños y posturas; hasta las pastelerías visitadas por niños y preadolescentes exhiben sus decorativas tortas con escenas pornográficas con los más diversos niveles de obscenidades. En Valencia las hay en varios lugares sin que Alcaldes ni policía alguna intervengan ni les perturben semejantes libertinajes en sus reposterías.