Los días posteriores a las elecciones del 6 de diciembre del 2015 no han hecho otra cosa que confirmar la irrelevancia o la condición redundante de la actual superestructura gubernamental boliburguesa.
El deterioro de los componentes centrales de la economía y de las condiciones mínimas de supervivencia social ha difuminado el arreglo de la gobernanza imperante en la sede de Miraflores.
Es imposible pretender estabilidad con un PIB en caída libre, cercana al 10%; con una inflación de casi el 200%; con un déficit fiscal de dos dígitos; con las reservas internacionales esfumándose; con la caída del 75% de los precios internacionales del petróleo; con el riesgo país a la inversión internacional más alto del planeta; con la cantidad de divisas operativas en las reservas internacionales más baja del decenio y un grosera escasez de toda clase de bienes y servicios; a lo que se agrega la fuga de capitales –respecto del PIB- más grande del mundo y los desfalcos y despojos mas descomunales de las rentas petroleras en toda la historia de Venezuela.
La bancarrota es absoluta. La única que quiebra un Estado petrolero es la delirante "izquierda" venezolana con las inevitables consecuencias políticas vistas hasta el momento.
Vamos hacia una implosión cataclismica del sistema político existente. Es el resultado del derrumbe, del caerse y del estallido hacia adentro y con violencia de toda la armazón construida a partir del texto de 1999, especialmente de las paredes de su cavidad que ceden a todas las presiones externas.
La oligarquía dominante perdió la hegemonía política y en el caos perfilado no es nada improbable que se establezca una dominación violenta de las facciones militares y oligárquicas con mayores privilegios.
La salida está en la organización, cohesión y movilización democrática de las masas populares dueñas de un alto nivel de conciencia.
Parece un canto a la bandera esta conclusión, pero no hay otra ruta.
Es la vía conveniente para defender lo poco que queda.