Cuando quienes nos autocalificamos de revolucionarios buscamos definir qué tipo de Revolución pretendemos, muchas veces cometemos la torpeza de hacerlo con propuestas prestadas que, a la luz de nuestras acciones (individuales y/o grupales), resultan contradictorias y, generalmente, inconsistentes, al dar por sentado que son universales y, por tanto, realizables en donde quiera que nos desenvolvamos.
Olvidamos -quizás sin tener plena conciencia de ello- cuáles son los orígenes de la situación en particular que combatimos como revolucionarios, autolimitándonos y limitando a otros en la comprensión adecuada de lo que representaría llevar a cabo una verdadera revolución en bien de todos; especialmente cuando se cuestionan simultáneamente al modelo de democracia representativa (por ser excluyente y ajena a los intereses de las mayorías excluidas) y al capitalismo como sistema económico explotador y depredador que nos sitúa a todos al borde de una destrucción general.
Los movimientos revolucionarios populares de Nuestra América se hallan actualmente frente a la necesidad impostergable de reconstruir su fuerza, en articulación con todos los sectores sociales oprimidos y explotados, tanto fuera como dentro de las fronteras nacionales, y de recuperar el ímpetu combativo que caracterizó su insurgencia contra el avance del neoliberalismo capitalista. Hará falta asimilar y desarrollar un marco teórico, programático y orgánico similar a lo planteado desde 1994 por las mujeres y los hombres de Chiapas que conforman el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), enriqueciéndolo con aportes y acciones propias que hagan de la Revolución que promovamos una experiencia colectiva única.
Esto supone, apropiándonos de lo escrito por Marta Harnecker en su libro Reconstruyendo la izquierda, "superar el antigüo y arraigado error de pretender construir fuerza política -sea por las armas o las urnas- sin construir fuerza social "; lo que debiera hacerse de un modo inseparable. Para ello es vital insertarse en una revolución cultural profunda que no evite ni tenga miedo de deslegitimar todo lo heredado del modelo civilizatorio euroestadounidense bajo el cual nos hallamos inmersos por efecto de su dominación y de su industria ideológica.
Esta no será, por supuesto, una revolución cultural que sólo estaría dedicada a rescatar y a darle preeminencia a los valores culturales que forman parte intrínseca de la historia de nuestros pueblos (entendiendo, incluso, su rica diversidad, dentro y fuera de cada una de las naciones de Nuestra América), lo que debiera expresarse en el logro de unos nuevos paradigmas, orientados al máximo nivel de emancipación que se podría alcanzar, sin afectar nuestro entorno y al resto de nuestros semejantes. Algo utopista, pero nunca imposible de realizar. En tal caso, es preciso iniciar un proceso reivindicativo de nuestra realidad común (refiriéndonos a nuestra realidad como continente dominado, primero por las potencias europeas y, luego, por el imperialismo gringo; destinado a ser fuente de recursos estratégicos en ambos casos, prácticamente sin reciprocidad alguna, a excepción de las élites gobernantes), lo que implica adoptar una concepción integracionista que vaya más allá de lo estrictamente político y/o económico.
Esto exige, al mismo tiempo, crear espacios organizativos en los cuales el debate, la democracia directa, la autonomía y el respeto a las diferencias sean unas características esenciales; garantizadas, por tanto, por todos los revolucionarios y todas las revolucionarias. Será ésta, entonces, una revolución hecha por muchas revoluciones; dando forma a un modelo de sociedad alternativo al capitalismo y al Estado burgués-liberal imperantes, al mismo tiempo que se combate su eventual reproduccion en el futuro.-