Al hacer referencia a Maduro, no nos referimos únicamente al Presidente constitucional de la República Bolivariana de Venezuela y líder (por designación directa del Presidente y Comandante Hugo Chávez) del proceso revolucionario bolivariano en su fase actual. Nos referimos por extensión (y no sin cierta preocupación, además) a todo el estamento dirigente del chavismo, aquel que tiene en sus manos la enorme responsabilidad histórica de propiciar en el país una verdadera revolución socialista y que hoy pareciera hallarse sumido en una especie de laberinto complicado al no atinar qué hacer para disminuir efectivamente la crisis creada por los grupos opositores a nivel de producción y abastecimiento de productos (especialmente alimenticios) y contener, al mismo tiempo, los amagos intervencionistas de Washington. Todo esto porque no vislumbra adecuadamente lo que está en juego, más allá de un eventual derrocamiento de Maduro; ya que su mayor preocupación es afianzar y/o conquistar las cuotas de poder que cree merecer.
Es preciso y, si se quiere, inevitable que este mismo estamento chavista entienda que su función primordial en esta crucial coyuntura de ataques de todo calibre contra Maduro y el proceso revolucionario bolivariano -dirigidos y monitoreados desde Estados Unidos- es la de sellar su compromiso con el pueblo mediante acciones efectivas orientadas a hacer realidad la expansión y actuación autónoma del poder popular; concretándose, por tanto, la posibilidad del cambio estructural que todavía se requiere.
El problema estaría focalizado, entonces, en la vigencia de la cultura política puntofijista, heredada, adoptada y reforzada por muchos de los que conforman la «vanguardia» del chavismo más que en la supuesta inhabilidad e ignorancia de los sectores populares para comprender y llevar a cabo los diversos cambios políticos, económicos, sociales y culturales que marcarán el rumbo definitivo de la revolución bolivariana; cosa que se ha puesto de manifiesto, desde el momento mismo que Hugo Chávez se convirtió en candidato presidencial en 1998. Así que la conclusión lógica es que esta pretendida vanguardia revolucionaria es la responsable, de una u otra forma, del avance obtenido por la contrarrevolución en estos últimos años, incluido el control de la Asamblea Nacional, pecando de ingenuidad y desidia al pensar que ésta y el imperialismo gringo respetarán el orden constitucional establecido.
En correspondencia con esto, los revolucionarios y chavistas de base tendrán que luchar por erradicar la modalidad verticalista y, en algunos casos autoritaria, que impusieran tiempo atrás los sectores dominantes tradicionales; sobre todo, lo que tiene que ver con la nueva costumbre política de delegar el trabajo de militantes revolucionarios entre quienes ocupan cargos de dirección en la administración pública, asegurándose de esta forma un mejor control de las instancias político-partidistas más que en la tarea de cumplir adecuadamente con las políticas revolucionarias en beneficio de los sectores populares a los cuales se deben. Esto ha tenido una alta incidencia, sin duda, en la inexistencia de esa fuerza social que actúe más allá de lo estrictamente electoral, del sectarismo y del clientelismo político hasta ahora observados.
Captando esto adecuadamente (expuesto y criticado desde largo tiempo por diversidad de intelectuales y analistas, quienes, en contrapartida, han merecido, como mínimo, la censura y el desdén de aquellos que debieran tomar en cuenta sus opiniones, observaciones y recomendaciones) se conseguiría armar una barrera sólida frente a la estrategia desestabilizadora de los sectores de la oposición. Según lo resume Marta Harnecker en su libro Reconstruyendo la izquierda, «lo fundamental es que quienes están en cargos de dirección hagan suya e implementen la línea de la organización política aunque no sean militantes de ella. Por el contrario, si se ha logrado conquistar muchos cargos en una determinada organización se debe estar atento a no caer en desviaciones hegemonistas. Es más fácil para quien tiene un cargo imponer sus ideas que arriesgarse al desafío que significa ganar la conciencia de la gente»
Lamentablemente, esta percepción resulta ajena a la conducta, la inteligencia y la voluntad de un porcentaje significativo de dirigentes chavistas en todos sus niveles, habituados como lo están a cobijarse bajo las alas protectoras de quienes ocupan posiciones de poder (o están en vías de lograrlo), dado que no pueden ostentar un liderazgo propio, nacido del trabajo revolucionario constante y de la aceptación de las bases, cuestión que no los obliga, por otra parte, a exhibir una ética y una formación revolucionarias. Contrario a ello, cada uno de dichos personajes afortunados, desde sus cargos, debieran contribuir a la labor de conformar un Estado con hegemonía popular antes que dedicarse a mantener y a fortalecer al Estado burgués liberal vigente (como lo haría cualquier reformista). En ello radicaría parte importante del problema que confronta el proceso revolucionario bolivariano, aparte de no haber demolido a tiempo el viejo modelo económico rentista en aras de alcanzar una soberanía productiva total.-