El juramento ha gozado de tradición exigencia legal para que el juramentado sea consciente de que debe decir la verdad, y ha revestido gran fuerza en el Derecho Romano y Canónico desde tiempos medievales. De hecho, el juramento sirve en juicios en tribunales para robustecer la apariencia del declarante de decir la verdad y solo la verdad. Sin embargo, el único valor de tal exigencia al interrogado, o para el flamante funcionario que asume un nuevo cargo público, radica en enfatizar el compromiso de seriedad. En el caso de los testigos para robustecer su compromiso de decir la verdad y reforzar la prueba de su intencionalidad de ayudar a la ley, aunque el testigo sea un cómplice de la persona juzgada y acusada de cualquier crimen; por más horrendo que este sea. En el caso de las personas nombradas a ocupar cargos públicos, para que alguien pueda asumirlo y realizar una labor indispensable para el buen funcionamiento del Estado, está obligarlo a juramentarse; así parezca es una solemne y soberana tontería.
Y así, nuestra legislación se empeña en la prestación del juramento, y al preguntársele al neo juramentado él habrá que responder con un lacónico, "Sí, juro" sin necesidad de acompañar con algo más esas dos palabras. Que algunas otras podrían ser las siguientes: Juro por el honor de mis padres y por el mío propio, cumplir y hacer cumplir… o Juro por Dios y todos los santos… etc., etc. Hay algunos de tendencia demócrata cristiana que agregan: Juro por Dios y por los santos evangelios que defenderé y haré se conservé la religión católica, apostólica y romana. ¡FARISEOS! Además, jurar por Dios es algo redundante, ya que todo juramento comporta poner a Dios por testigo. Sin embargo, por lo que he visto en décadas en la gente que se va a juramentar para asumir un cargo en la Administración Pública u otro Poder del Estado, es que al acercarse la persona al sitio establecido para hacerlo hace como un movimiento de encoger los hombres y pareciera con eso decir: ¡Que fastidio con esta vaina! Lo cierto es que el juramento carece de muy escasa fuerza de convicción de quien lo hace, y no digamos de quien tiene que estar presente, por completar la comedia, para recibirla.
En la Edad Media, el juramento de lealtad del caballero, como el del samurái, generaba un vínculo inquebrantable. No importaban los castigos terrenales ni las condenas o suplicios: lo mortificante para él era incumplir la palabra empeñada, tal como lo hacían nuestros abuelos; sin tener que llenar un gafo y falso protocolo. Hoy en día, por lo visto, y por ver, el juramento de una persona que va a ejercer alguna autoridad y/o cargo público, significa menos que pisar un cabo de cigarrillo, o hablar solo, como lo suelen hacer el orate. Y menos insignificante es cuando tiene que jurar algún bichito, mafioso, que ha vivido dentro de la corrupción. Entonces, para que se le obliga a jurar en vano a una persona, y poner a los concurrentes al acto a escuchar una gran mentira cuando tal persona acepte cumplir, y que se comportara pulcramente en el cargo, que para desgracia de la comunidad, pasará a ejercer. Sobre esta ridiculez de la juramentación de funcionario público, no hay otra. ¡O inventamos o erramos!