El diálogo y el escondido encanto de nuestra vejez

Los diálogos no han logrado por ahora superar el criterio griego acerca de su permanente conversión de unos acuerdos en otros tantos dentro de una dinámica y perfeccionable aporía.

En los sistemas de explotación de unos hombres y unas mujeres por otros y otras, particularmente en el sistema de la burguesía, a los ancianos y ancianas suele mirárseles y tratárseles como desechos industriales, cuales máquinas ya inservibles por daños u obsolescencia. Y conste que esa crueldad económica es extensiva al ancianato de la suprema burguesía, con las reservas del caso.

Esa conducta que se asume frente al anciano, hoy eufemísticamente llamado "de tercera edad", se practica en estricta correspondencia o respeto de la ley de simetría, ésta tan material como materialistas son nuestros actos sociales imperantes dentro del sistema capitalista. En este, lo que ocurre en el mercado ocurre en las fábricas; es lo que ocurre dentro y fuera de nuestro hogar, y lo hace con toda su ínsita carga de vicios y virtudes, con sus miserias, venturas y generosidades; se la practica en parrandas y en el trabajo, con amigos y desconocidos.

Hundidos en su propia subestimación de sí, los terceretarios terminan despreciándose, huyendo hasta de sus más cercanos y queridos familiares, consanguíneos y políticos, a quienes hasta les demuestra su más generosa empatía y se autocalifica como estorbo para la brillante niñez de sus nietos ya adolescentes y ante la desbordante vitalidad de sus hijos, fases etarias de las que, sin egoísmo alguno, se jacta haberlas cubierto.

En la casa de los proletarios pobres ya no se conversa con ellos, se los trata de manera diplomatizada por aquello de los posibles mea culpa o pasivos mentales que inevitablemente se hallan en los pequeñísimos asientos de esos libros de diario, de horas minutos y segundos que nuestro incansable subconsciente va llenando y acumula y arruma incesantemente.

Cierto que los antiguos griegos los usaron mucho ante la ausencia de colegios y liceos porque carecían de fuentes asequibles en la cantidad que se requería. Ellos fueron pioneros en esa materia. Sólo los más adinerados conversaban con un Sócrates, por ejemplo, y con un Platón y un Aristóteles, y con un Teeteto con el cual quedó demostrado en la filosofía ateniense que los diálogos terminan metamorfoseándose en aporías, es decir, en acuerdos que requieren incesantes reacuerdos ad infinítum.

Aunque no los quisieran para nada, a esas fuentes longevas debían acudir si querían aprender a dialogar, a reflexionar o a ejercitar lo que hoy llamamos neuronas. Como no conocieron el trabajo en sus condiciones de esclavistas, recibir lecciones de los ancianos se convirtió en otro más divertimento aristocrático…



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Manuel C. Martínez


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