Mi recordada Abuela ni mi adorada Tía conocieron el mar por causa de ser pobres, responsables y vivir tierra adentro.[1].
Generalmente, la industria del turismo de cualquier país se dirige a la captación de divisas, lo que no excluiría al turismo endógeno, salvo que, por baratos que sean los servicios al cliente, en principio no son para los asalariados de salario mínimo, ni para los padres que suelen fungir como sostén de familia ya que para estos el tiempo de todos los días les resulta chiquito[2].
Efectivamente, a las pobres amas y amos de casa no les sale vacaciones, ni días feriados aunque disfruten de la remuneración correspondiente. Sus rentas han sido y lo siguen siendo las de los marginados del obreraje industrial burgués. Cuando mejoran sus ingresos es porque los precios de la cesta básica así se los imponen e inducen.
Ya lo dije de entrada: mis queridas Abuela y Tía maternas no conocieron el mar. Sólo mi recordada Mamá pudo extasiarse con manifiesto asombro cuando lo vio por primera vez ya cercana a sus 50 años. Nos dirigíamos hacia Puerto Cabello; fue a la altura de la curva de El Palito cuando miró a su izquierda y aquella inmensa alfombra azulada y vibrátil la sorprendió profundamente, con suspiros y todo, y exclamó con encendida voz y alargadas palabras: ¡Este es el mar…!
Es que por ahora el turismo es un bien suntuario y nada más.
[1] Infiérase que a los pobres porteños tampoco se les hace fácil conocer nuestros encantadores llanos apureños, por ejemplo.
[2] Cuando a Margarita y Paraguaná los declararon puertos libres, los pobres que la visitaban eran de todo menos turistas: mayormente, no pasaron de ser improvisados o formales comerciantes en búsquedas de algunos ingresos extras.