Por allá por la década del sesenta, en una revista que no recuerdo el nombre, leí un cuento del gran norteamericano Edgar Allan Poe, en el cual se comete un asesinato en un viejo edificio habitado por gente humilde. Las investigaciones llegaron a determinar que el asesino, quien no se cuidó de borrar huellas, procedió de afuera. El cotejo de las huellas halladas en la escena del crimen con las de cada uno de los residentes del inmueble no arrojó saldo positivo. El delito fue cometido en horas de la mañana. El conserje del turno quien también habitaba aquel inmueble multifamiliar, al ser sometido a interrogatorio aseguró que durante su guardia allí no había entrado nadie extraño. No había forma de precisar quién era el delincuente y homicida, las solas huellas no eran suficientes porque entonces el registro de las mismas era deficiente.
Pese al empeño policial que hizo uso de todas sus artimañas, no hubo forma que el conserje admitiese haber visto a alguien extraño pasar por aquella puerta que, según seguro se mostró, no había desguarnecido ni un segundo durante su guardia.
Al final, pasado un tiempo largo, unos cuantos días y por la insistencia policial, el conserje logró recordar que ese día, como todos los días, durante años, el cartero había entrado dos veces con su morral al hombro y su cartapacio de cartas y encomiendas. Detenido el cartero, comparadas sus huellas con las halladas en la escena del crimen, se determino que era el asesino.
¿Qué pasó con el cartero?
Pues que tanto entraba al edificio y por años, que era como parte del paisaje, como los árboles del pequeño bosque del frente y hasta las hojas de estos. Los perros de los allí residentes y los de afuera que entraban y salían porque les estaba permitido. Como las ráfagas de aire y los rayos solares que se colaban por la puerta y las ventanas. Los ruidos de la calle. Gritos insolentes de los vecinos, hombres y mujeres. Olores a carroña, a frituras de la calle y los que salían de las cocinas de cada apartamento. A perros sarnosos y los vahos de los borrachos de todos los días. Era pues alguien tan integrado al espacio, ambiente, que era comprensible no haber notado su presencia.
El presidente Maduro, quizás agobiado por los problemas, sin respuesta a la mayoría de ellos o por lo menos a los puntuales, ha optado por aumentar su presencia en la televisión, por un motivo u otro. En la mañana está con los jóvenes, trabajadores y estudiantes, al mediodía con las mujeres, porque es, a mucho orgullo, tan feminista como el presidente Chávez, en la tarde con los de la tercera edad, luego con los periodistas y con cualquiera que se ponga por delante. Lo está también por las demasiado frecuentes marchas que arriban a Miraflores a manifestarle solidaridad.
Cuando dije sin respuesta a los problemas obvié de manera deliberada que siempre, de un tiempo para acá, tiene una, pelar por la chequera, que es como un devolverle a la gente el realero que paga por el IVA. Como también que todo cada mediodía hace su programa de salsa. Quizás y eso es comprensible, es su derecho, quiere mostrar un rasgo de su cultura que cree apropiado para llegar a más gente.
Los más grandes comediantes venezolanos y conductores de programas televisivos, como Joselo y Renny Ottolina, por sólo nombrar dos, no se hubieran atrevido estar tanto tiempo expuestos a las cámaras y micrófonos; es un reto sobre humano y muy riesgoso, si se trata de mantener el cariño, credibilidad y aceptación del público. Es más, ni el propio Hugo Chávez, aquel encantador de serpiente o predicador evangélico, como le llamó Ibsen Martínez, se atrevió a tanto.
Pero lo más curiosos de todo está en que en un país envuelto en una tragedia, donde sin importar las razones, escasean alimentos, medicinas, artículos de aseo y la inflación es un escándalo, porque no sirve decirlo con aquel lugar común de galopante, su presidente, todo el día frente a las cámaras de televisión y los micrófonos de nada de eso habla, sino de cosas que pudieran ser de mucho interés si no mediasen las circunstancias antes mencionadas. Por ejemplo aquellos huevos de Jorge Arreaza que en diciembre puso precio de ochocientos bolívares, hoy se cotizan en seis mil. Pero esto que es un caso entre miles, al presidente que está ante poderosos medios, no le provoca comentario alguno y menos una propuesta u oferta de consuelo.
De tanto verlo allí y en esa actitud que, no sé si es evasiva, no lo afirmo para evitar se me tilde de ofensivo y traidor a la revolución, temo que los venezolanos terminemos frente a él como el conserje ante el cartero. Pues por tanto hablar y no hacerlo de lo que está en el centro del interés de la gente, esta podría optar por ignorar su discurso y hasta presencia.
Uno que sin perder la fe, porque está con uno, viene con nosotros, dentro de nuestras vísceras desde muy joven, por haber luchado toda la vida desde la calle, el aula, en el pupitre y en la mesa o escritorio, internalizado las enseñanzas de viejos y sabios maestros, se siente defraudado e insatisfecho. El país como que cayó en una cuneta o un hoyo y los motores que de allí deben sacarlo, apenas prenden se funden. Los capitanes dan la sensación que no dan pie con bola, Hoy dicen una cosa y otra mañana. Llevan años en el mismo oficio y nadie les siente ni sabe qué hacen. El sudor y bolsillo de las multitudes con el IVA se han vuelto petróleo que se fuga en camiones que llevan pacas enormes de dinero devaluado o se recicla a las arcas del Estado. Nada se produce y poco se hace para que se produzca pese el exceso de palabras. Todo esto y ver cada instante, desde la mañana hasta la noche, al presidente en la tele y hasta cuando es el momento de las cuñas, podría convertirle en una cosa tan común, más que el cartero del cuento de Poe, quizás como tristeza, pesadumbre y frustración que nos embargan. Y estos estados de ánimo, todo el mundo quiere olvidar. De tanto verle y oírle y seguir este mismo sufrimiento, cualquiera olvida.