Ciertas concepciones del mundo, bastante fatalistas en apariencia pero profundamente pragmáticas al analizarlas bien, consideran que al venir al mundo el ser humano debe comenzar a restar el tiempo que le queda de vida, y no a sumar años como en nuestras culturas occidentales. Celebrar los cumpleaños viene a ser algo así como echarle gasolina a la angustia del incendio final: cuanto usted más se contenta de estarle agregando una cifra a su existencia más lágrimas y sufrimiento está infligiéndoles a los suyos, quizá no ahora pero sí a futuro y en cómodas cuotas. Crecer acostumbrado a una verdad tan sana y natural, a una ley del universo tan simple e inevitable como esa que dice que todos nos vamos a morir, nos ahorraría crisis nerviosas, dolores innecesariamente profundos, el pánico y el horror de quien una noche se pone a pensar “en serio”, por primera vez en su vida, en ese punto de quiebre desconocido pero ineluctable que es la hora del adiós. El espanto: uno pasó toda la vida llorando a seres queridos o asombrándose de la muerte de gentes que uno ni-se-i-ma-gi-na-ba, y ahora de pronto descubro o recuerdo que eso ha de sucederme también. ¿No suena ahora como más humano eso de ir preparándose y preparando a los nuestros desde muy pequeños a que nadie es eterno?
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Hay frases que resuenan, que impactan y esclarecen, dependiendo de quien las pronuncie y en qué momento uno las escuche. Quiero rescatar dos de ellas de mi corta memoria.
Un día de 1997 fui a la Penitenciaría General de Venezuela, allá en San Juan de Los Morros, para entrevistar al distinguido Argenis Ledezma, ese tipo a quien la policía y la prensa de sucesos bautizaron en 1981 como El Monstruo de Mamera. No fue ninguna hazaña; antes que yo deben haberlo entrevistado dos docenas de sujetos, y otros tantos después que yo. Amante de las cámaras y de esa rara fama consistente en ser odiado por todo el país, Ledezma había confesado su crimen muchas veces y cada vez con mayor detalle. Paradójicamente, esa facilidad para entrevistarlo había abierto una veta distinta, “original”, digna de ser explotada: el hombre había proporcionado tantas versiones de la forma en que secuestró a los muchachos antes de matarlos que al final el cuento oficial parecía un chiste, de tantas contradicciones y absurdos. Nunca, además, había revelado dónde demonios ocultó el cadáver de Martín, el joven que le enamoró a su mujer. Así que mi encomienda era tratar de sacarle al autor de aquellos tres asesinatos aunque fuera ese detallazo: dónde estaba el cuerpo de Martín Mijares.
Al grano, después de haber hablado del saco de maíz. En un momento de la larga conversa, durante la cual por supuesto no reveló el paradero del cadáver, dejó caer, sin ánimos de acuñar ninguna frase célebre, un comentario que me estremeció. Era sobre el machismo de los latinoamericanos: “Tú sabes cómo es uno. Uno quiere cogerse a la mujer de todo el mundo, el problema es cuando se cogen a la de uno”. La frase en sí misma no tiene nada de particular. Muchos millones de veces uno debe haber dicho eso mismo en la esquina, en un botiquín, miles de borrachos deben haberlo repetido de mil formas distintas. Pero no era un borracho cualquiera quien lo decía: lo dijo un hombre que será recordado por haber estrangulado con sus manos a tres preadolescentes porque en el barrio se decía que le estaban cogiendo a su Chena (Macu, para los cinéfilos). No es lo mismo oírle decir eso a cualquier despechado que a uno de los asesinos emblemáticos de la historia del crimen en Venezuela.
La otra frase la escuché hace unos días, en Globovisión. Transmitían allí una entrevista que le hicieron al escalador José Antonio Delgado en 2004. A una pregunta de quien lo entrevistaba, el hombre respondió, palabras más, palabras menos: “Todos nos vamos a morir. Lo que hay que pensar es hasta dónde vamos a llegar en lo que hagamos en la vida”.
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Para alguna gente la muerte sigue siendo una variante de la esperanza. Para algunos puede ser el alivio del que padece una enfermedad espantosa o una vida miserable y concluye que acabar con “eso” es la única forma de ahorrarse el oprobio. Hay muertes valientes y muertes para quien está acorralado. Pero también está la actitud coñoemadre de quien no sesea su muerte sino la del otro, simplemente porque le cae mal, porque le hizo daño o porque otros lo han convencido de algo absurdo: de que la muerte de un hombre en particular ha de mejorarle la vida a él, a los suyos y a una gente que ni siquiera conoce. En castellano simple, hay hijos de la grandísima puta, como un Carlos Alberto Montaner, que cree que la muerte de Fidel le llevará prosperidad a Cuba. E hijueputicas menores aquí en el país que se alegran porque Globovisión les ordena alegrarse. Entiéndase por “prosperidad” la economía de mercado, la entrega total a Estados Unidos, el destierro de la memoria de la Revolución.
No sé qué les tiene reservado Cuba a esta clase de orates e imbéciles de todo cuño. Supongo que lo mismo que les reservaron y les reservan los pueblos alzados de Vietnam, Irak, Palestina, Colombia y muchos más, aparte de la misma Cuba, a quienes piensan que el asesinato en masa mata también a la dignidad. Y más gracioso aun: que la mata para siempre.
Pero mejor es no suponer nada y esperar a verlo todo con estos ojos. Y participar de la sabrosa fiesta de la justicia de los buenos, que somos más.
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