¿De dónde son los cantantes?

"Ese carajo nos engañó a todos", dijo uno de los hombres que, sentados alrededor de una mesa, tomaban café. "Yo creía que era adeco. Que había llegado con el grupo que andaba para arriba y para abajo con Sucre Figarella, pero no es así. Llegó no sé cómo y se guardó muy bien su secreto. Era tremendo comunista, compadre… ¿Cómo ve usted esa vaina?

El otro hombre calló por un momento. Asomó a su rostro una leve sonrisa, tomó un sorbo de café, y soltó:

"Usted, me perdona compadre, pero el engañado es usted. "Ese carajo", como lo llamo hace instantes, no engañó a nadie. Él llegó a trabajar, en la Corporación Venezolana de Guayana, como periodista. Y lo hizo bien. A mi juicio lo hizo bien. Pero nadie se ocupó de averiguar de dónde son los cantantes, como dice la canción cubana. Quiero decir, nadie le preguntó de dónde venía. Y usted tiene razón: muchos pensaron que era un rezagado del grupo de Sucre Figarella, el ingeniero. Pero yo sí investigué a fondo, ya que nunca lo había visto trabajar para el ingeniero. Pensé, en un momento, que era una ficha que había enviado el partido, pero no. No fue así. Fue así como metí a investigador, yéndome a la fuente. A la calladita, me hice amigo de él. Nos compenetramos, pues, como si nos conociéramos de años. Y nació una amistad sincera, digámoslo así.

"Sorpresa, te da la vida", dijo el otro hombre, mientras instaba a su compañero que continuara lo que, para él, era un cuento sacado de las hojas de un libro mal escrito.

"Mire, compa, este caballero era un libro abierto para quien se interesaba en saber de su vida. Tal como lo hice yo. Así me lo hizo saber y así lo comprobé con los días. Él llegó a la Corporación a trabajar, como jefe de prensa. No vino a revelar su vida privada, y menos la política. Pero no renegaba de lo que había sido, o mejor, dicho de lo que aún era. Un día nos fuimos a un bar, tranquilo, apacible, acto para hablar sin apuro. Y me revelo todo. Fue así como comprendí porque había entrevistado a Hugo Chávez en el periódico que él dirigía, una vez que había salido jubilado de la CVG, en 1993. En "El Guayanés" le dio las páginas centrales, además de un título a 8 columnas den la portada. Comprendí como lo había vuelto a entrevistar en un programa radial que tenía en la emisora "Festiva 99.9", cuando funcionaba en un centro comercial de Alta Vista. El programa se llamaba "Personajes al desnudo", y lo hacía conjuntamente con una colega. Y con todas esas pruebas públicas, por demás, no veían al hombre, en su justa dimensión... ¿Quiere que siga? ¿Le interesa saber más de "ese carajo"?

El amigo, sorprendido, respondió que era interesante lo que estaba hablando, por lo que lo instó a seguir. Pero antes pensó que las cosas no son como parecen que son, sino que son como son, y punto. Él se había engañado así mismo, respecto al periodista. Recordó que había leído, en una de las pocas oportunidades en que lo hacía, un pensamiento de Max Weber, que rezaba así: "El periodista comparte con todos los demás demagogos, así como también con el abogado y el artista, el destino de escapar a toda clasificación precisa. Pertenece a una especie de casta paria que la "sociedad" juzga siempre de acuerdo con el comportamiento de sus miembros moralmente peores. Así logran curso las más extrañas ideas acerca de los periodistas y de su trabajo. No todo el mundo se da cuenta de que, aunque producida en circunstancias muy distintas, una obra periodística realmente "buena" exige al menos tanto espíritu como cualquier otra obra intelectual, sobre todo si se tiene en cuenta que hay que realizarla a prisa, por encargo y para que surta efectos inmediatos. Como lo que se recuerda es, naturalmente, la obra periodística irresponsable, a causa de sus funestas consecuencias, poca gente sabe apreciar que la responsabilidad periodística es mucho mayor que la del sabio y que, por término medio, el sentido de la responsabilidad del periodista honrado en nada cede al de cualquier otro intelectual".

Ahora, gracias a su amigo, comprendía que "ese carajo" no había aterrizado, como un fantasma sin amo, en los predios de la Corporación para aparentar ser lo que no era. En efecto, era un periodista, que nada tenía que ver con un gobierno o con un partido. Sólo lo habían contratado para hacer un trabajo periodístico. Y comprendía, además, que hay no hay que quedarse en la contemplación del árbol, hay que ir más allá del árbol, pues, en ese más allá queda el bosque… "Siga compadre, y pidió un par de nuevo cafés".

"Resulta compadre—prosiguió el otro hombre—, que el hombre había estado preso por un poco más de 5 años. Lo apresaron por participar en ElPorteñazo… ¿Se acuerda? Eso fue cuando gobernaba Rómulo Betancourt, adeco, como nosotros. Allí hubo muchos muertos, hablan, todavía, hasta de cuatrocientas víctimas, pero para ser justo, nunca se supo el número aproximado. Eso fue por allá en la década de los 60. Para ser preciso sucedió el 2 de junio de 1962. Pero este hombre sigue siendo el mismo. O dicho de otra manera, más viejo, pero más revolucionario… ¿De qué pasta está hecho este periodista? Me voy de historia para que apreciemos más la catadura revolucionaria de ese que usted llamó "ese carajo".

Hace años me propuse descubrir el significado de la palabra revolucionario. Joven y poseído por una ambición sin límites para conseguir un artículo, conocí al Robin Hood latino, Fidel Castro, el de la revolución tropical. También él era joven y estaba imbuido de una contagiosa fiebre que le impelía a luchar por el progreso de su pueblo.

Un atardecer en las escarpadas montañas cubanas, Castro se me quedó mirando mientras se sacaba el puro de la boca y me preguntó:

—Dime periodista, ¿qué opinas tú de nuestra revolución?

—Bueno, ya que me lo preguntas, creo que eso de ser un revolucionario puede resultar muy peligroso.

Respondió sin la menor vacilación:

—La vida simple puede resultar peligrosa. Cuando hay injusticia no puedes quedarte sentado sin hacer nada. Libertad o muerte.

¿Era esa la única opción?

—¿Y si las cosas acaban en…—no sabía cómo decirlo—… en fracaso?

Me dirigió una mirada dura.

—Cuando voy a un funeral, sigo hasta el cementerio…

"Esa historia nunca la he olvidado", me dijo ese hombre. Ese mismo que trabajó en la Corporación Venezolana de Guayana, y conoció de cerca a Leopoldo Sucre Figarella, llamado el "Zar de Guayana". "Yo no me quedó a la mitad del camino, llego hasta el final, ¡Carajo¡", remató.



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Teófilo Santaella

Periodista, egresado de la UCV. Militar en situación de retiro. Ex prisionero de la Isla del Burro, en la década de los 60.

 teofilo_santaella@yahoo.com

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