"Sé que viene a matarme, dispare"

Hay hombres que son tan hombres que saben morir, como tales. Existe uno perteneciente a la antigüedad que me fascina cómo enfrentó la muerte. Ese señor no es otro que Sócrates, el filósofo. La vida va de manos con la muerte. Son inseparables. Por eso hay que vivir la vida, tan intensamente posible como se pueda. Y prepararse para morir con dignidad. A Sócrates se le negó el derecho de ser el padre de la filosofía occidental. Era, para los atenienses de la época, un hombre peligroso. Pero nadie le pudo quitar el que fuera el maestro de Platón, y, Platón, luego fue el maestro de Aristóteles. En efecto, Sócrates hablaba en las plazas, y en las calles. Y tenía mucha audiencia entre los jóvenes. Y eso no gustaba. Por eso lo condenaron a morir envenenado, pero antes le ofrecieron dos opciones: O dejaba de hablar, es decir, se callaba la boca, o se iba al exilio. Sócrates no aceptó ninguna de las dos opciones. Por eso fue condenado a muerte.

Cuando estaba en su celda, a la espera de la pócima de veneno, le dijo al encargado de la preparación: "Eres un flojo… Estás manguareando. ¿Por qué lo haces? Estoy ansioso de morir. De saber para qué existe la muerte. Y qué hay más allá de la muerte. He vivido, intensamente, peligrosamente y sé que no tengo más nada que buscar aquí… Así que deja la flojera y prepárate par ver morir a un hombre". Lo que no sabía Sócrates era que esa persona alargaba el tiempo, para ver si Sócrates se arrepentía de su decisión, y tomaba una de las opciones que le ofrecían. Pero, así y todo, llegó la hora en que la muerte reclama su presa. Sócrates, el filósofo, murió como pocos hombres suelen hacerlo.

Otro hombre, a miles de años de aquel suceso con Sócrates, hacía, casi lo mismo. Ese hombre no sólo supo para qué nació, sino que supo cómo morir y por qué. Murió como mueren los hombres que aman la vida, que aman a su pueblo y que aman a su revolución. Ese hombre tiene nombre y apellido: Ernesto (Che) Guevara. No tengo palabras cómo abordar la muerte del guerrillero heroico, por eso me valgo de Erik Durschmied, un periodista vienes que subió las escarpadas montañas de la Sierra Maestra para encontrarse con el líder de esa revolución que se gestaba en las montañas cubanas, Fidel Castro. El autor del fascinante libro: "En las entrañas de la revolución" dice en la contraportada de su libro: "La revolución engendra tragedia, terror y heroísmo, y cada ciclo produce un sorprendente elenco de personajes que, con sus obras y hazañas excepcionales, dejan una marca indeleble en la historia… Todos tienen algo en común: genio, coraje y una tenacidad inquebrantable".

"Era el domingo 8 de octubre de 1967—comienza la narración de Durschmied—. Lo inevitable tenía que ocurrir. Los hombres del Che eran forasteros, extraviados en un desierto sin vida. Los campesinos con quienes se cruzaban no podían, o no querían, entender su lenguaje revolucionario. Por otro lado, ejército boliviano hacía preguntas y obtenía respuestas. Durante días el cerco se había ido estrechando su alrededor. Ahora no había escapatoria. Se encontraban en una trampa, entre las paredes de una desfiladero y con la salida bloqueada. Tenían que quedarse donde estaba y aguantar, con la vana esperanza de que las tropas no estuvieran del todo seguras de su presencia. Los hombres del Che eran invisibles, escondidos entre los arbustos, y no se oía nada excepto los sonidos de la naturaleza y los zumbidos de los insectos. A media mañana se quebró el silencio… El fuego de mortero era incesante. Muchos guerrilleros cayeron con las primeras andanadas de balas… Por puro milagro el Che había escapado… Hacia las dos de la tarde el ruido de los disparos procedente de su bando se acalla; sus hombres habían muerto, estaban moribundos… Willy se arrojó al agujero donde estaba el Che…, cuando de repente una ráfaga de ametralladora sacudió las hojas de los arbustos. El Che cayó a tierra, con un disparo en la pierna derecha… A pesar de su considerable dolor, el Che empezó a cojear cuesta arriba. Habían llegado al borde del desfiladero, y se encontraron cara a cara con dos soldados de la tropa de asalto boliviana que les apuntaban con sus fusiles, el cabo Balboa y el soldado Choque. "¡Alto! ¡Alto! ¡Manos arriba!", gritó el asombrado Choque.

Rápidamente el Che levantó las manos.

—¡No disparéis! Soy el comandante Guevara. Llame a un jefe, de prisa.

Un oficial bajó brincando por el sendero; era el capitán Gary Prado Salomón. El hombre que tenía delante no se parecía en nada al sonriente revolucionario con la boina negra. Este era un rostro sucio, cubierto de polvo, agotado por la fatiga y la sed.

—¿Así que tú eres el Che Guevara?

El Che asintió con la cabeza. Los ojos de Prado se iluminaron; con esta presa de primera clase su carrera futura estaba asegurada.

Dos soldados ayudaron al Che a levantarse. La lenta procesión tenía carácter bíblico. Llegaron a La Higuera. El único edificio que tenía una puerta con cerradura era la escuela, que estaba dividida en dos partes: un almacén sin ventana y el aula.

Lunes 9 de octubre de 1967. En La Higuera no se había recibido orden alguna y reinaba un estado de confusión… El Che estaba sentado reclinado contra la pared, con las manos atadas a la espalda y los tobillos atados con una cuerda.

La fatal decisión probablemente se tomó en La Paz cerca de las diez de la mañana de este lunes. El mensaje cifrado fue entregado al capitán Prado, quien lo pasó al coronel Zenteno. Era claro y conciso: "Nada de prisioneros"…

Zenteno entró a la escuela por última vez. Cuando volvió a salir hizo un gesto con la cabeza al capitán Prado…

A la una de la tarde ese caluroso lunes, el sargento Huanca entró a la habitación donde estaba Willy y mandó al prisionero que se pusiera con la cara a la pared. Willy contestó: "Dispárame mientras te miro". Unas ráfagas del arma automática lo silenciaron… El coronel Zenteno vociferó: "Compruebe su arma, soldado". La puerta del aula se abrió de golpe y entró el sargento Mario Terán, con su carabina preparada. Sin mediar palabra éste apretó el gatillo. El Che recibió nueve impactos de bala, que trazaron una línea desde el lado izquierdo del estómago hasta el lado derecho de la garganta… Ernesto Che Guevara tenía treinta y nueve años".

Agregado:

Leí la biografía que escribió el reportero Jon Lee Anderson, sobre el Che Guevara. Y él narra que cuando cayó herido el Che, le dijo al soldado o sargento Huanca: "No dispare. Soy el Che Guevara. Valgo más vivo que muerto". Dice Anderson: "El Che estaba tendido de costado sobre la tierra, las manos atadas a la espalda, los pies también atados, junto a los cadáveres de sus amigos. La sangre le manaba de la herida en la pierna y parecía "un montón de basura".

"Estaba hecho un desastre —escribió Rodríguez—. El pelo enmarañado, la ropa harapienta y rota". Ni siquiera llevaba botas; sus pies sucios de barro calzaban unas fundas toscas de cuero como las que hubiera usado un campesino medieval… Dice Anderson que las versiones difieren, pero según la leyenda, las últimas palabras del Che al ver a Mario Terán, en la puerta con la carabina, fueron: "Sé que viene a matarme. Dispara, cobarde, solo va a matar a un hombre". Lo demás es historia. Pero así mueren los hombres, con el rostro alzado, sin temerle a la muerte.



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Teófilo Santaella

Periodista, egresado de la UCV. Militar en situación de retiro. Ex prisionero de la Isla del Burro, en la década de los 60.

 teofilo_santaella@yahoo.com

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