Aplaudir, aspirar y compartir la posibilidad, inminente o no, de una injerencia extranjera más directa en los asuntos internos de Venezuela no sólo merece que se le condene desde todo punto de vista sino que debe resaltarse como una muestra evidente del colonialismo ideológico de quienes lo hacen.
El reconocimiento tácito del derecho imperial de Estados Unidos de imponer en nuestro país un gobierno a su gusto y medida descalifica de por sí cualquier gesto o acción de la oposición en su supuesta defensa de la democracia y de los derechos humanos, lo que se cae por su propio peso cuando, además, se favorecen hechos violentos que atentan contra la paz y la vida del pueblo venezolano. Esto es algo sumamente grave, sobre todo si se calculan las consecuencias de lo que algo así generaría en nuestro país, sin que el sector gubernamental o la MUD, juntos o por separado, tengan un control real de la situación desatada.
Por eso resulta absurda la fanfarria opositora respecto a que una eventual aplicación de la Carta Democrática Interamericana por parte de la OEA al gobierno de Venezuela será la culminación triunfal de su estrategia desestabilizadora, ya que, lejos de solucionar la crisis creada, causaría males mayores a los existentes en la actualidad. Si realmente hubiera suficiente voluntad y compromiso entre estos bandos políticos para solventar sus diferencias en función del bienestar colectivo, sin interferencias foráneas, hace tiempo lo habrían logrado, sin arriesgarse ambos a ser rebasados por el pueblo que afirman representar y defender.
Para los revolucionarios, esta sería una coyuntura oportuna para formular y poner en práctica una propuesta revolucionaria que de verdad profundice los cambios alcanzados hasta ahora y le permita al pueblo movilizado, como debe ser, asumir el papel de sujeto histórico de la transformación estructural de todo el orden social, económico, cultural y político vigente.-