"Uno no se muere cuando quiere, a pesar de los golpes que nos da la vida", leí que dijo la profesora Adicea Castillo (debe ser adeca hasta los huesos) de la Universidad Central de Venezuela, quien a sus 80 años de edad sigue dando clases. ¡Admirable! Es cierto, uno se muere cuando le toca. Yo, por ejemplo, he vadeado en mis largos y vividos 80 años muchos ríos crecidos, quebradas embravecidas, montañas intrincadas o tupidas, como decían en mis tiempos. A pesar del trabajo duro realizado desde los 7 años de edad. En esta larga vida el hambre me acosó en mis primeros años de vida. Y aún así, a pesar de los peligros que me acecharon y los riesgos corridos. A pesar de todo eso y mucho más, no puedo elegir cuando morir. Moriré cuando tenga que morir. O sea cuando Dios quiera. Pero lo grande de todo radica en morir feliz y satisfecho del deber cumplido y sin haberle hecho daño a nadie. Un deber que va más allá de nuestros huesos y nuestra sangre. Un deber que nació en el campo llanero, en la tierra bravía y que se entierra en ese mismo suelo como semilla para que nazcan otros y otras preñados y preñadas de las mismas locuras, de los mismos sueños, de la misma rebeldía; de la misma estirpe de soñadores que han amado a su país y que lo llevan, como yo, incrustado en el más profundo de nuestro ser. Oí por allí que no se puede amar a nadie sino se ama al país y a la tierra donde nacimos y donde pegamos el primer grito de rebeldía. Gigantesca verdad.
Amo la rebeldía. Nací sin ser rebelde. Pero la circunstancia me hizo rebelde. Y no tengo la menor duda de que moriré rebelde. La llama encendida de mi rebeldía no se apagará ni siquiera cuando esté hecho cenizas. Llevaré al cielo mi grito de rebeldía por la injusticia, por la libertad y por la soberanía de mi pueblo. Cada milímetro de este territorio está impregnado de las luchas heroicas de nuestros héroes. Sin ellos aún estuviéramos bajo el yugo del imperio español. Pero gracias a Dios fueron rebeldes indomables. Yo vi esa estirpe en mi madre, quien se enfrentó con valentía a ese infierno en que le tocó vivir. No era letrada ni estudiada. El infierno le prohibió todo. Pero era puro corazón. Callada, pero el grito de guerra le corrían por su sangre. Callada, pero sin acatar las vicisitudes la vida que le toco. Callada, pero rebelde. De allí vengo yo. Bañado con esa rebeldía. Vengo de un infierno donde no parecía tener escapatoria. Rápido aprendí que el infierno de los vivos existía, y aún existe. Existe para los pobres que nunca han tenido dolientes. Existe para los invisibilizados de siempre. Pero aprendí, no sé de quién, tal vez de mi madre, que el infierno es derrotable aquí y ahora en la tierra si tenemos una conciencia bien sólida como la que tenía Hugo Chávez. Y como la que demostró el pueblo el 30 de julio. En especial los votantes de Palo Gordo, en el estado Táchira. Para ellos no hubo lluvia, ni montaña, ni río crecido, para ellos sólo hubo patria. Y eso es muy grande.
Confieso que después de vivir estos momentos históricos uno, como revolucionario, no puede exigirle más a la vida. Estamos cerca de verle el queso a la tostada, como dice el argot popular. Comprobamos que vamos en la dirección correcta. Los vientos nos son favorables, y el timón está en buenas manos. No existe la menor duda de que Hugo Chávez tenía razón cuando puso el ojo en Nicolás Maduro. Cuando nuestros ojos ven esas cosas… Esas que están pasando ahora mismo en Venezuela, donde la gente se hace poetas, cantores, bailadores y vendedores de alegría, preñada de esperanza. Pero sobre todo cuando vemos y oímos a la gente alzar su voz al mundo preñada de rebeldía, de patriotismo y amor hacia sus semejantes, entonces, uno dice Chávez no aró en el mar. Ese es el camino correcto. No hay otro. Pues, al ver cómo actúa ese binomio cívico-militar, unido como una roca, producto de la idea integradora del Comandante eterno de la revolución bolivariana; al ver como se expresan los 545 constituyentitas. Al ver y oír a los campesinos, trabajadores, estudiantes, pescadores, discapacitados, mujeres y hombres de todas las edades, venidos de todos los rincones del país, integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente, entonces digo, tal vez junto a otros, confieso que ahora sí puedo morir tranquilo. ¡Viva la vida! ¡Viva la esperanza! ¡Viva la revolución!